San Ángel

Uno puede colgar del tubo de un autobús en marcha como cuelgan las hojas de los árboles. O eso pensé el otro día que iba camino a San Ángel a beber té y hablar para exorcizar los malos humores de la semana. Normalmente deambulo por las calles con ojos de urbanista de este siglo, es decir, con un discurso catastrofista como filtro en los ojos que permite distinguir posibles debacles en cada edificio, calle, esquina, y rincón de lo que conforma una ciudad. No es sostenible nada de lo que veo, tal vez solamente las neurosis que bien podrían sobrevivirnos, a veces pienso que lo sabemos pero elegimos vivir como si fueran los últimos minutos que anteceden a un terremoto inevitable. ¿Qué podríamos hacer para evitarlo? No sabemos si llegará.

Modelos Elementales

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Antes me gustaba escuchar los ruidos de las calles y pensaba que era una danza con una música inherente al movimiento de las personas en las banquetas, los coches en el asfalto, los martillos y las sierras en las construcciones. Ahora en cambio me sumerjo en la posibilidad privada de los audífonos e intento no mirar más allá de las superficies. Esta semana me asomé a la lectura de Bolívar Echeverría y sus consideraciones sobre las categorías fundamentales de las ciudades. Fue como abrir las páginas de las invisibles de Calvino pero con tintes académicos, que no por ello dejan de lado la carga poética de la conformación urbana. En esta ecuación humana que habito se alimentan mis neurosis y mis malos humores, pero también se alimentan otras partes de mi cuerpo y de mi cabeza. Hay fórmulas fundacionales para distintos tipos de sociedades, unas incluyen en la misma posición de variante al trigo, al maíz, al arroz. En otra posición existe la variante del tiempo, de las trayectorias, de las proximidades. Hay ciudades veloces, que se ralentizan, y visceversa. Hay caravanas que se asientan, unas que nunca dejan de pagar su cuota de nomadismo. Y hay una nueva fórmula que es como un problema. Como una metástasis civilizatoria donde la reproducción empieza a ocurrir en todos los niveles, como cuando las células se niegan a morir, la cultura parece querer persistir en las formas de intercambio, en las arquitecturas, las vacunas. No se sabe si el hombre planea preservarse como especie, la ciudad es un fenómeno contradictorio de supervivencia y aniquilación.

Algunas veces la visión ecologista me hace cuestionar si vale la pena el progreso que existe en las complejas relaciones culturales que las ciudades permiten generar. Pienso que no, que la vida es sagrada. Opongo al terreno que dio posibilidad a mi conciencia su valor como generador de muerte en vez de vida. De pronto en la calle ya no soy yo la que camina, es una neurosis con cuerpo de mujer, y entonces creo que la neurosis nace de la incapacidad de ver poesía incluso en una danza que parece mortal. Miro desde el transporte público la velocidad de los árboles alejándose, acercándose, comunidades emergentes de transeúntes habitando las estaciones, funcionando bajo la lógica de la constante impermanencia de los encuentros adentro de las ciudades. Si fuéramos un solo organismo vivo, como un monstruo que emerge de la tierra, un hijo maldito que desobedece algunas reglas y crece y le salen calles, y edificios, y otra colonia, y de repente un metro, de repente un doble de sí mismo subterráneo, que tuviera muchos miles de ojos para mirarse, me pregunto qué pensaría ese organismo de todo lo que es capaz de ver de sí. Si todos fuéramos sólo un par de sus millones de ojos.

En este enjambre de posibilidades y elecciones la miseria es tan prolija como la fortuna. Probablemente prevalece. Quizá son más los que padecen que los que disfrutan, pero quién sabe. Incluso las muertes, las existencias aparentemente trágicas son suceptibles de albergar poder humano, amor humano, placer humano. Ni Braudel, ni Marx, ni Echeverría, ni nadie sabe a dónde van a parar las ciudades. Calvino imaginó muchas. Hay tantas como conciencias que las perciben, pues la ciudad, como constructo infinito sólo puede tener tantos significados como voces que enuncien su condición.

Si se acaba el petróleo, si Slim compra el derecho a inventarse la propia vida. Si el aire se vuelve tóxico, si nos matamos con la comida. Si poco a poco cobramos la conciencia de la injusticia dentro de nuestras complejas relaciones comerciales. No se sabe a dónde iremos a parar. Ni siquiera si a este ritmo seremos capaces de detenernos. Hemos bailado muchos ritmos de trabajos, organizaciones, luchas, liberaciones, descubrimientos, y quizá estamos más enamorados de la danza de ser, que de la música que nos da sentido. Quizá acabemos bailando una danza de la muerte. O hace mucho que hemos empezado a bailarla.

Huertos

¿Cómo piensan hacer frente a la lista interminable de problemáticas construyendo huertos adentro de las ciudades? Me preguntó Alicia desde el público.

Yo no lo sé. La agricultura urbana es un principio contradictorio de por sí. Nadie lo sabe, no todos se dan cuenta, pero sembrar en medio del asfalto es como bailar a un ritmo subversivo, una danza que niega completamente la naturaleza de su escenario. En las ciudades nos alimentamos de velocidad. Tampoco nos damos cuenta, tal vez por la teoría de la relatividad. Desde adentro del tren es difícil saber si vamos rápido, sobre todo si el campo está tan lejos. ¿Cuál puede ser nuestra referencia si no podemos ver los estragos de nuestros ritmos de vida? Y si esos mismos ritmos de vida nos van nublando la vista para ver tantas cosas.

Esta semana también leí una novela. Un escrito de ritmos veloces y paulatinos, como cuando te asomas a un vagón del metro en marcha. Fantasmas que no se saben fantasmas que se encuentran en los mismos espacios, unidos por el tiempo que se desdobla o por las voces que los reviven pronunciando sus historias. Esa peculiar mirada sobre las posibles muertes me hizo encontrar la vida en mis filtros para ver la ciudad, otra vez. Es usual perderla de vista y que quiera huir al campo,  aunque esta semana pude hacerlo por algunas horas. Se me apagó el cerebro escuchando música moderna monótona de academia y viendo los árboles pasar mientras iba y volvía en el autboús. Cuando el cerebro se apaga se encienden otras cosas. Así que volví a la ciudad con la neurosis en la mochila. Como una piel que uno puede quitarse cuando ya le dio a uno mucho calor. Ahora, desde la cama, con la memoria de las conversaciones amorosas en San Ángel y el vaivén de mi cuerpo pendiendo de la línea de un autobús, y las conversaciones que los otros ojos de la ciudad me permitieron co-pronunciar acerca de la broma secreta de los huertos, siento que amo  esta ciudad desde hace mucho, sólo que no me había dando tanta cuenta.

DSCF4535Encontrar valor estético en los constructos fúnebres debe ser algo propio de los humanos de este tiempo. Pero, ¿no es de la carne pútrida de los cadáveres que la tierra misma se alimenta? Tal vez este sistema ya está muerto hace mucho, y los expertos digan que crisis civilizatorias ha habido muchas, y que el capital avanza y permanece y funciona… y yo siga poniendo cara de duda ante sus discursos lógicos eruditos. Pero no había pensado en las vidas que ha creado la muerte. Es posible que adentro de las calles más sucias y las colonias más muertas como Santa Fe estén creciendo nuevas semillas, de nuevos problemas, humanos, danzantes, poéticos.

En vez de ser un zombie que convalece de la vida, ser una hoja de un árbol que pende del tubo de un autobús en marcha.

Estas cosas dice la ciudad, esta mañana.

Un comentario en “Notas urbanas al azar

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