Bañera

Lo primero que hice al volver de Madrid fue meterme en la bañera. No lo había hecho desde que llegamos, la veía con recelo. Le puse gotas de un perfume, sales, venía del calor novedoso de la ciudad grande, necesitaba mojarme. En México no había bañera, (allá la llamamos tina). El bochorno pertenece a días raros, no al inicio de la primavera, este calor es excepcional. Tuve que superar la desconfianza. En la casa en el campo había una ducha enorme con piso de barro, casi era una habitación, yo estaba segura de la limpieza de ese barro, de su tierra. Aquí, este piso noventero, sus azulejos, su piso espejo. No confío.

Todavía los nombres del metro están huecos, pienso. La sensación de que poco a poco se irán llenando, como venas inauguradas en un cuerpo. Estación Méndez Álvaro. Cuatro caminos, Estación Embajadores. Lavapiés y la comida hindú. Un helado enorme en la Estación Puerta del sol. Calles que aluden a la escritura.

El cielo nublado, el velo aparente. Otra novedad: la calima. Una palabra nueva para mi colección de vocablos intrusos, como dana. Dana suena a una mujer joven, como no sé con exactitud su significado, busco y encuentro: «depresión aislada en niveles altos». No termino de comprender, sólo pienso en mucha lluvia, y enormes caudales de agua desplazándose, a veces por los canales que la inegeniería ha construido. A veces por sobre las casas más pobres, o los barrios más viejos. Dana es una mujer.

La calima es amarilla. Es un cielo apocalíptico. La primera vez que la sentí caminaba sola encima del puente de Fernando Hué. Eran las 6 de la tarde. El polvo se me metió en la nariz. La gente y su paso lento. Atmósfera de cuento. Rareza.

Sin embargo los cerezos. Nadie me dijo que al final del invierno explotan unos pocos días en flores rosas, igual que los almendros. Los conocí guindas en verano, pero su rosa fue un alivio. Fue un largo invierno. Mucha soledad: sonreír para una hija, antes que para mi. Y su aparición en la calle, todos como diciendo, estábamos aquí. También los árboles como los nombres de las estaciones del metro, se van llenando de su historia.

Mi paisaje es eso. O yo soy un paisaje. Cuántas metáforas se arremolinan antes de poder decir, necesito tierra. Necesito echar raíz.

El pan. Las cañas. Pinchos. Nevera. Los quesos, las trufas, el jamón. La tortilla de patatas. Y el bocadillo, que está tan lejos de la torta mexicana que lleva 10 ingredientes más y sonríe en sabores y jugos y colores.

Meto la cabeza bajo el agua, las burbujas azules me liberan. No sé si me lavo algo, o en su lugar me quiero sumergir en otra cosa. Esta mañana haré el paseo del Turia, es un tramo pequeño. Junto al río las vías del tren. Más allá las huertas, y del otro lado el casco más antiguo de la ciudad pueblo cuyo silencio nos abraza.

Los bichos bajo tierra deben sentir esto que siento, con la llegada de la primavera. Que algo se retuerce con energía adentro, y hay que salir a hacer hervir las calles con movimiento. Todos caminan. Es una cultura, es una actividad. Andar.

Sentarse en la calle y ver la vida. Soplar hasta llenar, esta burbuja.

Ella dijo

Ella dijo, quiero la canción de Me gusta cuando cierras la boca, y la pusimos, y cantó desde atrás, en su sillita del auto, mientras las líneas iridiscentes de la autovía pasaban rápido como si fuésemos un cohete en medio de la noche. Las estrofas en su voz de tres años suenan a leves menciones, termina las frases solamente, pero sabe la melodía, y mueve la cabeza al ritmo de la base rítmica de la canción que es un tambor, una cosa jazzística, tropical, citadina.

A veces siento que llegamos a la adultez con una mínima certeza, la de que somos y tenemos una voz. Maternar es que de repente, a la hora de la cena, o en el coche camino a casa, nos damos cuenta de que esta voz tiene una nueva escucha: la progenie. En los oídos y el corazón de la progenie, nuestra voz humana cobra una dimensión difícil de explicar. Ese hueco donde resonamos, no es hueco, pero además, de alguna manera, en ese agujero de conciencia donde sonamos como eco, también hay algo de nosotros. Una versión infantil de los deseos, la comunión de compartir la experiencia en la carne.

Ella dijo que le gusta esa canción, y que otras no le gustan. La escucha una y otra vez. La saborea y se adentra en ella, se deja llevar por la cadencia y el beat, disfruta la voz femenina, se calma. Se emociona. La noche nos come. Así que es así como se aferra la vida a los caminos.

Luto

He dicho muchas veces que no extraño México. Ni la casa, ni las montañas, ni el jardín. Pero sueño con el jardín, y con el volcán. Empiezo cosas, escribo diferente, escribo más. Me veo en una fotografía que tomé seguramente de niña. Escribiendo en el frío de España. Cuidando a una hija. No digo que echo de menos el jardín, y sin embargo, en el piso de decoración noventera, a dos meses casi tres de haber llegado, todavía no hay una sola planta.

Uniformes del cole

Ayer iba en la calle, afuera de un cole privado (concertado les llaman aquí) y algo me pareció muy extraño. Las chicas iban todas de mallas negras, tenis blancos de la misma marca, chamarras acolchadas todas idénticas, el pelo peinado igual. Cruzo la calle, camino dos cuadras, otro cole, otro grupo de jóvenes, también vestidos de la misma forma. Encuentro a una mamá amiga de las del parque, le pregunto, ¿así es el uniforme? -No, no llevan. Entonces simplemente se visten igual. Y luego pienso, algo extraño hay, cuando reparo en la ropa de las personas aquí, de algunas. Es como si el tema de la vestimenta fuera una cosa comunista, o parte de un régimen totalitario, todos vestidos igual. Todos con el mismo pantalón caqui, las zapatillas, los abrigos. El móvil en la mano. De repente me veo en un reflejo, ¿y yo cómo visto? Y eso, ¿importa? No lo sé, porque siempre me da pereza pensar en mi armario. Pero me llama la atención esa cosa, la uniformidad. El deseo ¿sólo adolescente? de pertenecer a través de usar las mismas cosas.

Ver los estilos en la ropa tan poco variables es raro. Da una sensación de autómatas. De vida mecánica, de maqueta. No me quejaré de los parques, de la maravillosa seguridad, de andar en la calle de noche con minifalda, ya saben, la libertad de tomarse cañas en una terraza. (Broma local) Pero a veces la calle super limpia, la forma organizada hiper controlada de hacer las cosas, los hábitos arraigados, el miedo a lo distinto, el deseo y la inercia de repetir, de hacer, lo mismo, cada día, como en un ritmo industrial, con una música monotonal, con una misma paleta de colores, me da escalofríos. No todo es así. Para nada. La disidencia también habita los armarios, las cabelleras, las editoriales, la música, y la cultura que sobrevive a la mediocridad igualitaria, totalitaria de las listas del top50 mundial. Están los centros sociales autogestionados, las huertas comunitarias, las artes rurales. Los artesanos que se resisten a dejar de hacer su pan con sus manos. Mucha vida interior la de las pequeñas ciudades en el campo. Sólo son flashazos, los rebaños uniformados, destellos que me ponen en alerta. Mi cuerpo quiere desobedecer, mis manos quieren otras cosas. Siempre, otras cosas, nuevas, diferentes, o al menos variables, como las estaciones.

La ciudad es también una especie de ser que lleva ropa encima. Arrasada en gan parte durante la batalla de Teruel, en el invierno de 1938, sus edificios antiguos fueron destruidos por los enfrentamientos entre las tropas franquistas y las gubernamentales. Hubo mucha resistencia por parte de la república, este fue uno de los últimos sitios en perderse en la guerra civil, antes del oscurecimiento cultural que significó la dictadura. Cuando una camina por sus calles, si bien hay cascos muy antiguos, iglesias, algunas piedras medievales, el orden que vemos es el de un maquillaje, una ropa que ha restaurado las fachadas, como las de la diputación o las del centro histórico. Una no puede poner en cuestión esta belleza, andar a paso lento bajo las sombra de los árboles es posible, es agradable. Pero persiste la sensación de estar paseando por una maqueta.

Esta idea de lo limpio, de lo que es ordenado. La sensación de las llantas con una suspensión imperceptible, de un motor silencioso, de los cambios de velocidad fantasmas al estacionarse, al entrar en los túneles, al pisar las carreteras largas y perfectas. Este andar de puntitas. Mirar el sol ponerse dejando sus salpicaduras doradas y anaranjadas en las paredes roidas de la memoria.

La memoria, esa cosa que hay que visitar más bien, descalzos.

Hongos

Necesitarás una papa grande. Y lo primero será freir el jamón en mantequilla. Tienes que cortar con cuidado, sin dejar que te haga llorar, una cebolla dorada. Ambos, la papa y la cebolla vienen de una profundidad sencilla de la tierra, no están en lo profundo. Crecen en la tibieza del sol bajo la sombra.

Diez granos de pimienta negra, redondos, pequeñitos, que deberás moler apenas antes de soltarlos en un mortero que alguien te haya regalado. Mantequilla blanda. Usarás cuatro cucharadas de aceite de oliva en una sartén grande, amplia. Allí pondrás dos cuacharadas de mantequilla, y antes de que hiervan los dos, pondrás la papa cortada en rebanadas ni muy grandes ni muy rotas en la grasa. No pongas sal, todavía.

Eso va a cocerse lento, imagina que son meses de espera. Pero es fuego lento, serán 20 minutos que no van a quemar la papa, la van a dejar apenas suave, todavía no blanda.

En una sartén alterna pondrás media cebolla en rodajas, que se volverán hilos. Fríela en tres cucharadas grandes de mantequilla. Dos minutos, a fuego bajo. Y entonces los cubitos diminutos de jamón unos 100 gramos, que deben volverse dorados y mancharse con el rojo ligero de la grasa, y entonces, pondrás diez champiñones enormes, como sombrillas, tensos, rugosos, encima de la grasa encebollada y el jamón. Ahí en ese momento pondrás la sal, pondrás toda la pimienta. Sin miedo. Tu lengua va a saber cuándo ya es suficiente. Los champiñones se volverán blandos, con el calor. Todo se hará un sopa ligera, un caldo delicado. Y ahí vendrá la crema, alguna nata que tengas, la que quieras. Sólo no ahogues las cosas.

Las papas estarán listas cuando su piel se vuelva un poco anaranjada, y se rompan con facilidad si las mezclas. No deben pegarse, no deben mezclarse, ni volverse puré. El fuego debe quedar ahí en los mínimos. Diez minutos más de amor fogoso.

Cuando lo sientas echarás encima la crema con los hongos, y la cebolla y la pimienta. No mezcles todo, que las cosas conserven hasta cuanto se pueda, su autonomía, su ser casi desnudo, auténtico.

En un plato pondrás algunas pocas rebanadas de papas, con la salsa de hongos encima como una mancha que el tiempo ha dejado caer encima de las cosas.

Te sentarás en la cocina pasado el mediodía, mirarás las cortinas de algodón, la ventana. Y más allá la montaña que espera tu cuerpo con paciencia, a que muera, a que se vuelva tierra que produzca unas papas que reposen al sol. Que se dejen cortar más allá de la espera. Que se envuelvan en una sábana dorada de grasa.

Morderás esa crema, y esos hongos. Y pensarás en esto. En el sol. En las abejas.

Algunas especias

La primera semana me dediqué a dormir. Ni la casa y su decoración noventera, ni los vacíos aclamantes de la alacena me hicieron ser capaz de pensar en cocinar, ni decorar, ni nada más que vivir como una invitada en mi propia nueva casa.

La ciudad llegó con lluvias y se fue dejando ver con sus puentes medievales y sus huertas húmedas muy poco a poco desde la van de la mudanza. Hicimos ese viaje medio dormidas, apenas levantando la cabeza del asiento, con un montón de maletas apiladas atrás. Fueron muchas horas y kilómetros de viaje y hay movimientos que le desfasan el alma del cuerpo a una. La mía tardó en aterrizar aquí. Pero pronto la lluvia, la neblina, el aire frío, y los árboles, sobre todo los árboles, me dieron la bienvenida.

Una llega a lugares, y hay lugares que llegan a una. Y a veces todo simplemente se reúne, se junta como una confluencia de ríos. Aquí hay dos que se vuelven uno, y siente ese abrazo líquido en el contorno del límite urbano. La ciudad es muy celta, muy mudéjar, no sé todavía cómo decirlo. Porque en otros tiempos, quizá se decía de otras formas, en celtíbero a finales de la edad de Bronce, o en árabe en la etapa de la ocupación, se llamaría Tirwal, que significa Torre. Como la canción que siempre ando cantando. La ciudad es antigua muy antigua, aunque algunos edificios pertenezcan a la etapa modernista, se siguen sintiendo viejos. Y todo es extraña y naturalmente familiar. Sin embargo la alacena ha resentido esta mudanza.

Primero una adopta ciertos ritmos de compra. Se visita el supermercado cercano, -todo es cerano, se avistan algunas cosas, no, las alubias no saben a frijoles, y las frutas saben distinto. El maíz no existe como lo conocemos la hija y yo, en México. Pero hay otras cosas. Primero cocinamos lo sencillo, las carnes ya marinadas que vienen en paquetes sellados al vacío. Procesados, harinas, galletas, leches. Me tomó tres semanas conocer el mercadillo, donde hay más oferta de verduras y lechugas y cosas frescas de huertas muy cercanas. El mercadillo aquí es distinto del mexicano, aquí es silencioso, hay filas, hay turnos. Los vendedores no gritan «pásele marchantita» acortando con sus voces cariñosas esas lejanías aparentes entre vendedoras y compradoras, como hacen en los tianguis de donde vengo. Aquí hay más bien gestos como asentir con la cabeza, saludarse parsimoniosamente, y algunos gritos alegres de gitanos que ofrecen bragas y braguitas, y cosas sensuales, dicen. Pero la primera vez que fui al mercado el sol brillaba frío arriba, las calles estaban limpias, todo estaba en calma. Los melocotones se ofertaban en todos y cada uno de los puestos, mostrando sus redondeces y sus manchas rojas, y su piel tersita como el terciopelo. La hija los llama «melotocones» y reímos, y ella todavía no entiendel del todo la naturaleza de su risa pero es estridente y luminosa de cualquier forma.

Cuando dejé la cocina de la casa en el campo debo haber dejado casi cien botes de hierbas y especias. Distintos tipos de sales, de hojas que perfuman, epazotes, cilantros, pericones, laureles. Pimientas, y polvos como cúrcumas, canelas, mezclas de cominos con anís, cominos con pimentón, distintos tipos de pimentones. Granos que al molerse en el mortero le dan vida a las cosas.

Aquí me tomó casi un mes comprar el primer frasco de pimienta. Tal vez fue un pequeño duelo inconsciente. Como cuando se ha muerto un marido y no lo puedes cambiar de inmediato, por otro. Le guardé luto a mi antiguo arsenal de sabores.

Pero había que avanzar. Así que lo primero que compré en el Mercadona fue un frasco de pimienta, que no fue muy bien recibido por la hija. Lo compré una semana después de comprar unos chiles picosísimos a unos peruanos. Un poco de sabor para levantar el ánimo y el alma.

Después de usar la pimienta en carnes, en sopas, en guisos hechos a fuego lento, que era para lo que me daba la cabeza, y conforme fui descubriendo también rincones de la ciudad, empecé a imaginar platos en momentos fugaces durante el día. Algunos sitios de verduras venden, sobre todo cerca de los barrios donde hay más migrantes, muchas especias con nombres distintos. Por ejemplo Ras el hanout, cuyos usos y orígenes desconozco y que no resolveré el enigma con google. Hay otras hierbas. Hay otros remedios herbales, porque el terreno es también otro. Muy lentamente la geografía llega a la mesa, y va diciendo cosas.

Aquí algunas zonas se sienten áridas, aunque muy rápido se llega a zonas mucho más verdes, con árboles como los de las pinturas de Pisarro, árboles con copas que sólo me eran familiares en cuadros, en libros. La tierra es un poco seca, a pesar de la lluvia. Hay huertas cerca, muchas, porque hay ríos, y mucha sombra. Muchos árboles debajo de los cuales puedo caminar tranquila. Veo con atención, en mis paseos, la forma de las hojas de los arbustos. No son como los que conocía, no conozco sus nombres. Pero se reconoce en muchas hierbas silvestres su naturaleza resinosa, y eso sólo puede significar inviernos largos, inviernos fríos. Puedo sentir la latitud cuando le pongo atención al grosor y al olor de las hojas. Todas las plantas hablan, con sus formas, de los climas que habitan. Los cuerpos gruesos llenos de agua hablan sobre sequías. Las hojas amplias necesitan mucha luz, significa que viven bajo las sombras. Las hojas pequeñas como las de las coníferas pertenecen al clima frío, y les sobra luz. En cambio los seres tropicales son fuertes en su piel, y amplios, como los grandes árboles con flores, los flamboyanes, las caobas, los mangles.

De la ciudad donde crecí recuerdo los altos árboles del sur, las jacarandas, los fresnos, yo también soy un bicho cuyo cuerpo ha respondido a ese clima. Aquí son otros, muchos tipos, con hojas que parecen estrellas, parecen maples pero todavía no me aprendo sus nombres. Solo miro con atención sus ramas y huelo sus perfumes, los de las semillas, que se dejan sentir con el sol de la mañana cuando paso cerca.

He pensado en estos días en una receta que no sé si existe. Cominos, pimientos, berenjenas. Calabacines cuya consistencia y resistencia al calor todavía no domino. Y no voy a hablar del color y la locura de los tomates de aquí. Por respeto les digo tomates, se lo ganaron con esas formas internas y esos globos de líquido que explota en la boca con sus diminutas semillas. Podría llamarlos jitomates como en mi tierra. Pero son tan bellos que incluso suspiro de pensarlos.

Berenjenas, tomates, cebolla. Cominos, pimienta, canela. ¿Carne?

Miro a la gente pasar con sus velos, su ropa que todavía no es de otoño, ya no es verano, es el momento del medio. Cabelleras de todos los colores. Cuerpecillos infantiles con muchas y maravillosas promesas genéticas. Habemos migrantes de todos los lugares, todos hablamos un poquito distinto, pienso mucho en ellos, en ellas. Lo que habrán sentido cada uno en sus movimientos. Lo que habrá deseado su paladar al cambiar de casa. Lo que habrán pensado la primera noche que durmieron en un país ajeno. Sus huecos. Nuestros vacíos. Me quedo absorta pensando mirando al suelo mientras sus pies se mueven de un lado al otro de la plaza, distintos ritmos, distintos orígenes. A veces se sienten como fantasmas también moviéndose entre tiempos, entre diversas épocas.

De nuevo la hora de cocinar me encuentra, algo me espera afuera de este estudio. La rutina. El tejido conectivo de un animal muerto que voy a sazonar. El destino. El momento solitario en el paladar, las especias.

Todo lo que no nos cabe en la maleta

A veces el sueño no tiene las puertas claras. Sabes que están ahí, que incluso tú puedes, sólo con imaginarlo, abrirlas, pero no se puede. Como buscar en un cajón unas tijeras, pero coger algo, que ese algo se vuelva otra cosa, que las tijeras de pronto ya son un cuchillo, -yo no quería esto. Desasosiego, sueños neuróticos. A veces del banquete que has soñado quieres sacar unos panecillos, un pastel. Es más, podrías llevarte al otro lado lo que quieras, al fin, es tu sueño. Pero no se puede. A veces sueño con libros, una librería donde puedo comprar todo, planeo incluso la manera de llevarlo a la vigilia, en esta u otra bolsa. Por este o aquél agujero secreto.

Pero eso se desvanece en cuanto se cruza el umbral, a la vigilia una llega con las manos, las bolsas, las maletas vacías. Y tener una familia bicontinental es un poco así. Ir de un país a otro, querer siempre llevarme unos chiles, o traer el olor de la playa. El calor extenso y hondo del verano. Las banquetas ordenadas, pero llevarme la magia de la milpa. Los sazones de las abuelas.

Las peleas son porque esto no va, esto sí. Ya no. Ya no más compras. No más ropa, no más libros. No más libros. Pero no son los libros ni el alioli o el condimento para la paella. Porque las maletas se cierran con un malestar no de hambre insaciable, ni de una cierta añoranza de nuestro paladar. No es eso.

Nunca es eso.

Yo sé que cuando despiertas del sueño no tienes los objetos soñados en las manos. Sin embargo otra cosa se queda, otra cosa te llevas. Un algo que te transforma, un poco. Viajar es así. Cambiar de estadíos es así. Quiero que quepa todo. ¿Qué clase de delirio es querer que las cosas sean en su plenitud, en una plenitud imaginada por mi, eso precisamente? La persistente insatisfacción encima incluso de la más amplia saciedad.

Que me digas siempre, esas flores qué bien han crecido ahí. ¿Qué abono les has puesto? Y no irme nunca del jardín, pero al mismo tiempo viajar. Y al mismo tiempo poder leer todos los libros juntos, y decir, ¿eso es una pasiflora, cierto? y que yo diga sí, también se llama flor de la pasión. Éstas sobrevivieron a los caracoles.

Una nube de cosas inexistentes flota en el jardín. El maíz está cerca de florecer, el pasto medio seco, mi gata se robó una foto de la boda y la masticó en la cama de cultivo que cuidé en primavera. Las adelfas bellas venenosas están medio secas. Algo sonríe en la cama de cultivo con las caléndulas, las zinnias, y las ipomeas. El cempasúchitl no lo voy a ver florecer, ni me sentaré en la reciente sombra de los árboles.

La hija me dice, ¿qué ves cuándo te miras frente al espejo? ¿Por qué te pintas la boca? Veo los campos de monocultivo, la sed de lluvia. Compartir las semillas. Las manos encima de los brotes, oler el petricor. La luna roja. El polen de las zinnias, y todo eso que no nos cabe en la maleta, ni de este lado de los sueños.

Under pressure

No dormí bien. No sé cuánto descansé, o si eso pasó. La maternidad carcome. Es la verdad. No es que sea sólo una trampa ineludible, todas esas ideas que parecen calmarse con no procrear y ya. Rabia. En lugar de dormir la poca mañana que me quedaba terminé de ver el documental sobre mujeres y música y los setentas. A las 8:30 am concluí que la razón por la cual nunca me gustó Queen fue por mi madre.

Ahí estaba yo, en ese techo de quinta altura de un teatro en medio de la selva maya en 2009. Estoy subida en una parte alta y peligrosa del teatro de un hote ciudad donde trabajo. Miro a lo lejos el mar, la selva haciendo sus ruidos de monos. Abajo preparamos las luces, muevo con todo mi cuerpo un proyector que alumbra al centro, yo iba a ser la encargada de luces. Pero el chico que iba a cantar se lastimó. Me dijeron que subiera al techo para arreglar cables. Tengo 25 años, soy una joven introvertida que estudiaba letras francesas, que apenas ha ido a fiestas, que no bebe alcohol. Que no gusta del rock ni de las cosas que hacen ruido. Y por azares del destino estoy ahí abajo de la luna y hace un puto calor de mierda.

Cuando bajo a ocupar mi lugar enla cabina me dicen que tengo que suplir a fulano. Maldita sea. Como si no fuera suficiente humillación, animar gente en el caribe justo en mi momento más deprimente.

Tuve que vestirme de Freddy Mercury. Tuve que hacer el lipsinc de Bohemian Rapsody, acomodarle las pelucas a los otros tres animadores. Estudié danza, sé usar un escenario. Sé lo qué hacer.

Suena la música, me veo ridícula. Más. Pero aplaudieron.

Hay una cosa permanente en el performance, una cosa que te dice, este traje te lo puedes quitar. También el de mujer. O el de madre. O el de amiga. Todos. ¿Qué queda?

El ruido de los aspersores de los campos de cultivo no me deja descansar. Pero me calma. Suena superman de Laurie Anderson en la cocina mientras las costillas se asan en el horno.

Hablo con mis amigas de maternar. De los tiempos robados. Pero esto también es un performance. Sólo quienes no son capaces de ver esto piensan que los trajes y los roles son ineludibles. Que sólo hay una forma de cuidar, de maternar, de querer. La trampa no siempre se ve. No siempre está donde nos dijeron. La trampa es no poder llegar a ser lo que somos. El feminismo adolesce de una supuesta orfandad porque la siguiente trampa que no hemos sabido ver es que al maternar nos volvemos clarividentes, como dice mi amiga Gerogina, bailarina, gestora, traductora, escenógrafa, MADRE. La maternidad otorga una clarividencia deslumbrante. Y la trampa que se nos tiene preparada es no creer en nuestros propios signos, no poder crearlos, no tener ecos, no hacernos de la nueva voz poderosa. No. Así no, madres, nos dicen todo el tiempo, cuando las putas madres del mundo somos nosotras y nosotras deberíamos estar poniendo las reglas de las coas si la vida se supone, quiere continuar.

Es así de perro. Y esto yo no lo sabía cuando me preparaba en el camerino de la Riviera Maya, con mucho gel en el cabello, un leotardo que me aplastaba las tetas, una camiseta blanca y las gafas de aviador que usé esa noche. Con ese disfraz no había humillación. Cantar travestida no era el problema. Mi depresión no formaba parte de la parafernalia de Freddy.

Si mis amigas madres y yo no estuviésemos cansadas, desveladas, ¿cuánto haríamos con la clarividencia? En general, la madre real, la madre puta, la madre mala, la madre pobre, la madre ignorante, la madre que se equivoca, la madre que no se sacrifica, la madre cabrona, la madre mala persona, todos esos nichos están ahí listos como amenazas sociales, listos para recibirnos y que nos volvamos el motivo de escarnio y ataque si nos salimos del guión. Tal vez el problema es este performance que seguimos habitando.

¿Cuál es el guión? Las escritoras somos nosotras.

Algo nuevo

Entonces, dice Monsiváis, …Las colectividades populares saben que son algo nuevo pero no saben lo que son. Y yo pienso, ¿sí? eso me suena lo mismo que yo decía cuando llegamos a esta ciudad-pueblo de volcanes. A lo que yo sentía cuando veía desde mi ventana las procesiones de la semana santa dando vueltas y echando cuetes. Ellos parecían algo perteneciente, algo que estaba junto a las fiestas, debajo de las fechas con moles y asados, y entre los pulques, y mientras los bautizos, las visitas de la virgen a las casas. Ellos eran un sí aferrado y pintado en las paredes de sus casas mientras nosotros no teníamos nombre, ni voz, ni pared en dónde celebrar ninguna religión porque somos ateos. Pero saber, eso, que nosotros cuando llegamos también eramos algo nuevo y tampoco sabemos, todavía, lo que somos. La mañana estuvo fría, 12°, nubes y humedad, a lo lejos más allá de los campos de cultivo y los techos grandes blancos de los invernaderos y los composteros de la zona, las torres de los campanarios de las iglesias están escondidas en la niebla. Leo sobre la ciudad, sobre las migraciones a mitad del siglo pasado, escucho una canción una y otra vez en la voz de Buika, riego el jardín, me sumerjo casi al grado del ahogamiento en un montón de textos cuyos nombres están perdidos debajo de códigos numéricos, leo trozos de novelas, de crónicas, añado títulos a la lista. Las distancias apartan las ciudades, las ciudades destruyen las costumbres, dice la canción de José Alfredo. Pienso en todas ellas, todas todas ellas. Todas son una, una que hay que salvar. Salvar de la nada. Para poder decir un día, y eso fuimos, y esto somos, y aquello seremos, pero qué. Qué: los trastes sucios en el lavaplatos, las mariposas en las enredaderas de la ventana, la sopa recalentada y los libros que no han llegado, las cosas que no he terminado, la pila de frustraciones y la de pequeños logros y en una especie de trono ella, la mayor, la mejor, la creatura que salió de mis entrañas a devolverle sentido a las cosas cuyo sentido me había aburrido ya. Llega de la escuela, deja su mochila en la entrada grita y sonríe y lo descompone todo. Se acaba el hechizo silencioso de la casa por las mañanas. Look at me standing, here on my own again, upstraight in the sunshine, escribo sin parar, respiro, tengo que darme prisa darme prisa porque el proceso de integración de lecturas dura muchas horas y para cuando puedo escribir ya tengo poco tiempo. Se nos acaba el tiempo. Ya hay que ir a comer, ya está todo listo, privilegios, tiempos, privilegios, nudeos de átomos eficientes produciendo calorías. El borde de la cima del último momento en el que podía escribir ya está aquí y me caigo.

Esto es lo único que tengo. No sé qué soy, pero es algo nuevo.

Before I forget

Este año leí 65 libros, casi, sin darme cuenta, venía pensando en la mañana. Otra persona escribió en las redes que había leído 50, pues mira, sin proponérmelo, al final ser madre no está del todo divorciado del arte de cultivarse una las palabras dentro de la cabeza. Maternar es, efectivamente, una labor cansada, debo decir. No sé si una es capaz de apreciar y pensar del todo en lo-que-es la experiencia, DURANTE la crianza, durante el desayuno corriendo, las cosas que se van poniendo en su lugar, la espalda reventada a la noche al poner la pijama y lavar los dientes. No. Ahí una no piensa en la complejidad, en la transmisión de cultura, en esta cosa tan profunda y retadora que es esto que me pasa desde que gesté a una vida en mi panza. No.

Es hasta que pasa el rato, hasta que ya leí bastantes páginas y tengo palabras adultas en la lengua. De cierta forma, leer mientras soy madre es una forma de volver a darle forma al mundo. Durante el día con el ajetreo, con el estrés del correr, del dirigir la obra, llegar a la mitad de las cosas en las que me meto, no todo tiene forma ni sentido. Yo vuelo por la casa como un gas. Mis partículas están en el jardín, en la ducha y los geles sin sulfatos, en la cocina y los caldos de huesos y en los deberes personales, en esa cosa marital que queda brotando entre las grietas de maternar y paternar. Este gas de pronto salta del escritorio, se sube al coche, de repente está sirviendo el plato de comida, y enjuagando pinceles. A la noche no tengo forma, y si hace calor me expando sin control, me disipo. Tengo un marido físico que no me dejará mentir porque a las leyes de la física no se puede escapar una.

Entonces llegan los libros. Ellos son mi filtro. Yo me filtro de entre sus letras, hecha gas, para volverme, para volverme… Z ¿en qué se transforma un gas si se solidifica? ah, está trabajando. La 4T. Según internet, la nieve se forma así, también la escarcha. No es el ejemplo más poético, pero yo me escarcheo en las noches, leyendo.

Leo por ejemplo, autobiografía, o ficción autobiográfica, esa joya cargada de erotismo para les escritores. Leo ficción y novela latinoamericana, leí muchos latinos, muchas españolas. ¿Qué leí?

Qué importa. Puedo jactarme en las esquinas de mi vida de ese logro. Sí, leo porque maternar disuelve las líneas más nitidas de la identidad. Recobrar el camino articulado del pensamiento es una necesidad acuciante. Como ordenar los libros en el estante cuando te da el ataque de TOC. Doctor, tengo toc.

La cría le llama dotoc al doctor. O dotoj. O totoj. ¿Van a leer esto? Mi vaso de vino me pregunta.

Hoy fuimos a ver un museo. Ya no es un verano ardiente, en cambio, el invierno español mediterráneo es un agridulce clima de entre 18 y 13 grados centígrados que nos permite vivir con ropa decente y sin sofocos a lo largo del día. El libre consumo de calorías aunado a la posibilidad de tapar el efecto de esas calorías, con un gran jersey, también es una motivación muy grande. Así que fuimos a un museo, la cría puede sostener su atención, bien afectada por la era de las pantallas, algo así como 35 min, máximo. Y eso en estado de cansancio. Yo subí a ver una colección de arte de la región mientras ella pintaba con purpurina y con su padre.

La gran revelación fue que este museo yo ya lo había visto, hace como seis años, en la primera visita a la tierra de Z. No vi las mismas cosas, igual. Porque ahora, tengo los ojos de perplejidad del 2018, que me pasé viendo arte, y buscando arte, cocinando y leyendo en el estudio de casa. Ni los ojos del 2019 en donde ya me sentía con la libertad de apretar el bote de acrílico sin el miedo que me infundía la pobreza cuando pintaba «de joven». Y tampoco son los ojos de 2020 que usé tanto en instagram viendo el arte que se hace, que se vende, que se cuelga en las casas, en qué casas en las casas de quién. No es el arte que vi antes de ir a terapia.

¿Por qué te gusta lo que te gusta? me dice la voz de adentro, la última que apareció.

Porque gustar, gustar es una cosa, hay a quienes les gusta el chocolate, hay a quienes les gusta el atardecer, el cuento y la capacidad de leer ese chocolate. Los chocolates se leen. Porque todo se lee, ¿me oyes? To-do es susceptible de leer-se, dice la voz de adentro, más que tajante. Pero leer qué. Leer cómo.

¿Qué puedes decir de las cosas que te dice un chocolate? El placer es como un hotel infinito de Hilbert. Siempre, entre sus pliegues, cabe un poquito más de placer, según se lea. Entonces puedes estar comiendo la trufa francesa más exquisita y la más cara pero sin la capacidad de ver sus letras no vas a entender nada. Y puedes comerte un taco al pastor y en cambio ser capaz de describir las acideces distintas del achiote y la piña, y cómo una es dulce y la otra es agria, y hablar de cómo la grasa lleva todos los componentes a lo más profundo de las papilas gustativas. Y si le sobra o le falta salsa. Y si la tortilla se pasó de cocción, y si la carne no está bien asada. ¿Sabes? Cuánta mamada.

Y sin embargo, cuánta verdad. ¿por qué este cuadro de Sorolla no me gustaba tanto antes? Porque ahora sé lo que debe costar que esos mares con distintos destellos de luz flotante queden así, en esa policromía que aunque arriesgada, es coherente. Coherente con la hora. Como la tonalidad del mar en la ninfa que sale del agua entre criaturas mitológicas y sus pies descansan sobre un agua oscura, bajo la sombra de lo que debe ser una nube, que no aparece, y sin embargo ahí está, haciendo de cobertura para que lo que brille sea el torso y los pechos desnudos de la ninfa, que nos mira con una luz sobre sus brazos, perfectamente contrastante con el fondo. Un fondo azul turquesa pero oscuro también, que nos hace intuir que esa imagen pertenece a un atardecer o a un amanecer, porque la luz en la piel de la ninfa es cálida y amarillenta, o anarajada.

Me compré este jersey azul turquesa oscurecido porque creo que su color pertenece a esa hora. Y a esa hora de luz perpendicular me gusta vivir. Por eso en casa la luz que predomina es la indirecta de las lámparas y no la mortecina extraña que viene desde arriba normalmente. Esa luz es pobre. La luz perpendicular, en cambio, llena de rayos rojos, le da fuego a las cosas. Les da vida. Como Prometeo, sí. -Como Prometeo.

Me gusta lo que me gusta por muchas razones. Le diría al personaje imaginario junto a mi en el museo. Antes tampoco sabía leer el simbolismo en las cosas, ahora veo los detalles en las pinturas del siglo XIX. Y veo las alfombras e imagino lo que debe haber sido pintar esos hilos o los terciopelos en los vestidos, las inocencias perdidas en las cajas de tejido abertas con los estambres desperdigados, las inocencias felices de los perros y de los esposos ingenuos. Pero en realidad me veo a mi misma pintando esos manchones difuminados en las zonas grandes de color en los mares de Sorolla, untando lilas. Y eso es indecible. Me imagino al pintor cansado en 1832 reproduciendo el patrón de un tapete persa. Las plegaduras del satén, ¿tendría hambre? da lo mismo porque ese pintor se matuvo, incólume, ante su lienzo, y contra toda urgencia física, o lateralmente a ella, terminó su obra. El punto no es si este cuadro o aquél tienen ésta u otra figura, el punto es que los trazos dicen más que los propios objetos, o me lo dicen a mi. Ligerezas, tensiones, anchuras, honduras, tersuras. Hay obras que incluso se escuchan, le digo al ser imaginario que me acompaña al museo. Ahora que soy madre, las escenas con niños enfermos o muertos me perturban mucho.

Porque claro, una madre no tiene tiempo de decirlo siempre, y además sería extraño, en la fila del súper, a la cajera, ¿Se da cuenta de que las madres nos hemos vuelto un velo inmenso encima de la tierra? -vaya tía loca, me dirían. Sólo Subiela me entendería. Y María Milagros Rivera. No hay tiempo para conjuntar, y decir, esto que somos. No sé si sólo ocurre con las madres. Pero yo visito el museo y me siento otra Isadora, y ahora siento muchas cosas nuevas y distintas a las de antes. Los sentimientos se transforman a lo largo de la historia porque son una construcción social, no había honor, por ejemplo, en la era cuaternaria. Ni sentimientos de ofensa por racismo en las plantaciones de Nueva Orléans, no había tampoco esa duda del posible lector de este momento en el que pone en cuestión si debería yo, o no, saber sobre lo que una población hiper racializada, explotada, exterminada, exterminada, perseguida, sentía sobre cómo era tratada. Ahora hay, en mi, un sentimiento de asombro mezclado con indignación y otras veinte cosas sobre el hecho de ser madre. Y para esto leer ayuda, sí, porque sé que no estoy sola, pero también, escribir y crear me hace sentir menos canal, menos sujeto-de. Maternar puede volvernos seres vulnerables, pero. Y aquí está la gran dotación de responsabilidad, como si hiciera falta una más, Pero también nos hace capaces de maternar OTRA cultura. No totalmente ajena a los propios demonios y las propias herencias, y las influencias, y la epigenética y el momento social y el punto geográfico. Pero de la parte que me toca, a mi, sólo a mi, dejo una huella.

No terminé de ver la sala de la exposición permanente, que fue la que más me gustó. Decidí volver sola para tener tiempo de quedarme con cada cuadro que quisiera, viendo lo que se me antoje. Haciendo los apuntes que se me antojen. En el mayor lujo maternal, lo más preciado que hay luego de abrazar a la creatura: mi tiempo conmigo. Mi cita conmigo. Mi proceso creativo. Mis lecturas. Mi copa de vino. Mi, mi mío. Mía. Soy mía por ese ratito, iré a un café, me comeré un cruasán, me pondré mis medias rojas, el suéter de color verde en el atardecer. Caminaré al paso que yo quiera. Me compraré lo que yo quiera. Iré incluso, además de las tiendas en rebajas, a la librería. Y tomaré ese libro que no hay en México, el que allá vale dos veces esto y lo pagaré, deslizaré la tarjeta por encima de la maquinita ascéptica de cobro, me fundiré con la pérdida de dinero de mi cuenta, saciada por lo que esa transacción me quita, saldré a la calle a perderme entre la multitud consumista, entre el bullicio citadino que tanto añoro, caminaré rápido. Sí, rápido. Yo camino rápido. Soy experta. Cuando enciendan las luces de navidad éstas brillarán más fuerte en mis pupilas, dilatadas por el placer que causa el derroche, el pecado, la desobediencia del tiempo libre. Nada va a separarme de la opulencia femenina de mi arte, y las mechitas color caramelo de 62 euros que me hice en el pelo para consagrarme como la señora que ya soy.

Al final la ida al museo es algo contradictoria, porque amo tanto a la hija que he descubierto que nutrirme, nutrir mi alma, es la mejor herencia que puedo dejarle, como mujer. Mi tiempo libre sí.. sí.., pero, ELLA.

No sé si es la mejor herencia, pero a la luz del vino sí, concedamos esa exageración para que el texto tenga algo de conclusión.

O de sensación de conclusión.

No da tiempo de otra cosa.

O ¿sí?

Los días que vendrán

Un día no sabía qué hacer y decidí caminar hasta la playa. Hacían seguramente 36° a la sombra, y con la humedad del 86% caminar se parecía a nadar, y empujando tu carreola, el esfuerzo se doblaba. Esos días los pasamos yendo a los parques por las mañanas, un parque tras otro, tú, después de unos veinte minutos en alguno, levantabas la mano, la dirigías señalando a donde fuera y decías «allá», con tu vocecita nueva y dulce, y yo entonces te subía a tu transporte, emprendía el pequeño viaje entre los árboles, y así conseguía acercarte poco a poco, cuadra tras cuadra hasta tu siesta.

Pero ese día ya era de tarde. Ya habías dormido tus dos horas reglamentarias antes de la comida. Entonces supuse que el atardecer de verano iría referscando y la playa nos recibiría con una brisa apaciguante. Anduvimos calle tras calle, yo con mis zapatos cómodos de piel, los frescos con hoyitos que dejan el pie respirar. Tú con tus chanclitas baratas que compramos al llegar y que sólo usarías estos meses. Convenientemente el sol nos daba por la espalda y eso hizo que pudiera ponerte la capota del carro, y te protegí del sol.

Fueron veintitantas cuadras de barrios pijos europeos, cada uno con los arbustos mejor podados que el otro. Las calles vacías. Los semáforos ordenados, los automóviles ajenos, anónimos pasando lento. Mis pantorrillas se volvían cada vez más morenas. Yo te preguntaba, ¿lo estás pasando bien? y tenía que limpiarme el sudor del bigote cada tanto. Desde que llegamos en Barajas, hacía semanas, el horno veraniego español se dejó sentir de golpe. Tú sudabas silenciosa, y a veces te ponías de mal humor. Todavía no sabes decir que hace calor, sólo pides agua y te enojas. Pero ese día ibas bien, tranquila, tú no sabías de los dos grados extra que el calentamiento global añadió al mediterráneo este año. No sabías de crisis migratorias, de reseciones, de crisis energéticas. Sólo sabes que allá adelante hay algo que mamá dice que es el mar. Tu carreola sube y baja por las andaderas amables al peatón de las aceras, te doy tu botellita de agua algunas veces, en tus manos proteges a tu mau, tu gato de felpa que compramos en medio de un berrinche tuyo en el chino. Lo resguardas del trayecto sabiendo que podría caerse, y cuando lo hace gritas «oh, ¡no!» y me haces recogerlo. Suavemente lo consuelas mientras cruzamos avenidas, y de repente hemos llegado a una cuesta arriba. Subimos y subimos y subimos bajo el sol quemante, en esa tarde húmeda como un sauna, te digo ¿qué hay ahí? Y en la cima me dices «¡É e ma!». Y te hago videos para las abuelas, y vamos a la arena. Y ves el azul turquesa y los niños jugando con burbujas. Comemos panes del Castell, me abrazas. En unas semanas dejaremos atrás las olas de calor, y yo pensaré en nosotras dos, mientras me cubro con una cobija la fría mañana de otoño en el centro de México. Aquí no hay playas, hija chiquita. Pero estás tú, que ahora sabes decir «mar», y a veces somos «fish». Yo escribo del calor y esas semanas húmedas.

Todo este camino hasta aquí, hasta la costa del lenguaje fuimos peces sin nombre, sin nombres ni signos. Ahora nos acercamos a las palabras, y pensamos poder nombrar una ver-dad-que-nos-con-tie-ne. Hijita fish. Hijita mar. Hijita playa.

22 / WASP 69b

Establecer las nuevas condiciones del estudio implica varias cosas. Llevo dos años, (la vida de mi hija) culpándome por no poder escribir más que primeros asomos o notas, he pintado a penas un par de cosas, encargos muy específicos. Los libros pendientes siguen sin terminarse, y apenas, con la llegada del lenguaje de la niña, la vida recobra forma, sentido, y estructura adulta de nuevo, para mi.

Pintar fue entre el 2018 y el 2020 un proceso doloroso donde siento que estuve picando piedra sin encontrarle forma a nada. Recuerdo que veía pinturas que me han gustado siempre, conocí a pintores nuevos, leí mucho, vi documentales, pero no tenía idea de qué tenía por decir, o de si quería decir algo, o de si tenía que decir algo. Nada. Ser una bestia que embarra colores habla de cómo trabajé esos dos años. Qué rayos, no quiero hablar de la pintura, quería decir que he puesto orden a mis 13 diarios, escritos desde mis 15 años, más o menos, y que ahora están atrás de mi, en el librero, el sol los ilumina y el gato duerme encima. He leído y ojeado algunos y siempre tengo la sensación de que nunca he sabido del todo qué quiero hacer con la vida. Así, en general. Y sin embargo, entre las búsquedas, las dos constantes más importantes son la pintura y la escritura.

La pintura es una larga historia pero veo que el tema se me sale igual que las tetas de mamá se me salen de la ropa. La escritura es el hilo conductor, como si sin esa voz mía no fuera posible recomponer el mundo que se siente tan poroso, atomizado. Y es que de «joven», adoelscente, era como un diente de león en medio del asfalto. Mi familia era un caos, y hasta que no formé la mía no terminé de comprender cómo y por qué: de niña una vive lo que hay, como si fuera la única verdad, como el mar donde nada el pez. Todo era incierto, la casa, el sostén emocional, el material, el futuro. Hasta hoy he entendido ese mapa, visto desde lejos.

Antes cuando empezaba a pintar o escribir dudaba mucho. No tenía idea de cómo llegar a esos momentos a los que recuerdo que he llegado, porque no había tomado nota del camino. Tengo imágenes de mi, pintando a los 16, sola, en mi cuarto nuevo en el departamento de Mixcoac, tenía insomnio, dormía mal, vivía mal, no iba a clases. Pero en las noches escuchaba el radio, (no tenía CDs, ni computadora todavía, éramos pobres) Radioeducación, para ser exacta, y escuchaba todo tipo de cosas. Y soñaba con ser actriz y bailar, y escenografías, y escribía obras de danza y teatro, y poemas horribles. Y daban las seis de la mañana y yo había pintado. Era, cuando lo pienso hoy, lo único que tenía para agarrarme de la cordura. Al día siguiente en mi día desorganizado al menos tenía algo nuevo qué ver. No estaba borrosa, no era de niebla, tenía cuerpo, lo que sentía y pensaba era real, aunque a veces me sintiera como un fantasma.

Todo el tiempo quiero, cuando pienso en cómo funciona el universo, decirle a esa Isa que todo salió bien. Y que en el medio encontré el fin de las cosas. Pinté con muchas dudas antes de ser madre, porque era lo último que me quedaba. No es muy distinto ahora, excepto que no tengo dudas y que cuando me paro frente al lienzo no tengo miedo. Ni de gastar mucha cantidad de pintura en el pincel, ni de equivocarme, ni de usar un color «feo». Tampoco pienso mucho en la recepción de esa obra. Pero estoy segura de que hay algo ahí, no en la materia sino en el momento en el que logro entrar, como decía, en el lugar desde el cual, soy lo mismo que el pincel, el aire y los colores.

Excatamente, todavía no sé lo que estoy diciendo. Cuando trabajaba en el primer estudio, aquí en Puebla, tenía más inseguridad que deseo. Recortaba, apuntaba, escribía, pero el medio se sentía ajeno, ajenísimo, desafiante. Y una voz me decía todo el tiempo que era tarde, que había muchas más artistas mejores, comparación, comparación, desánimo. Lo que Pinkola llama el depredador. Ahora veo, gracias a los diarios y a la terapia, que había ataduras físicas para que pudiera crear, pero también había, en los momentos de planicie y vacío, como en el estudio en Tlalpan, una desconexión brutal conmigo misma.

Ayer pensaba que a pesar de pasar una vida entera en nuestros cuerpos no somos capaces de realmente estar en nuestra propia presencia. Por ejemplo, pensemos en alguien que se deja sentir con su personalidad, sus temas, su voz, su tacto. Su presencia es única: le escuchamos, sabemos que ha entrado en la habitación. Siento que crear es poder hacer un hueco en medio del ruido y poder estar en nuestra propia presencia. ¿Qué pasaría si te paras frente al espejo y miras todo, todo lo que eres, y escuchas tu voz, y hueles tu olor, y sientes tu piel? Por eso he pintado tantos autorretratos, quizá es lo que más pintaba en mis 16, 17, hasta mis 30 años sólo en ese momento estaba siendo realmente. Hoy, con mis ojos en varios de los cuadros de casa, me miro y pienso en todo lo que he sido. Y no tenía idea de qué hacer con mi vida, pero ya lo estaba haciendo. Buscando algo en el paisaje, que ya estaba en mis ojos.

O algo así.

WASP69b

Las imágenes que se obtuvieron con el telescopio James Webb han traído al mundo la noticia de que hay nubes en la atmósfera de WASP96b, un planeta gigante gaseoso que orbita una estrella similar al sol en la galaxia del Fénix.

El texto que acompaña la imagen termina diciendo:

«planetas potencialmente habitables más allá de la tierra».

WASP96b está a 1.150 años luz de distancia de la tierra en el hemisferio celeste sur.

Yo apenas si consigo habitar mi cuerpo. Aquí estoy. Hoy me siento un cuerpo celeste.

Qué cosa fuera corazón

Tengo seis años. Estoy jugando en el cuarto azul turquesa de la casa de Valle Hermoso, que fue de mi abuela, y hace calor, es el norte. Allá siempre hacía calor. En una esquina del cuarto medio desvencijado, con las paredes con el MDF despegándose a gajos como los de una mandarina, está el tocadiscos, toca cassettes. Le llamábamos, «el aparato», así le decíamos a eso en los ochentas.

Junto a unas cajas de colores que mi madre había comprado y recolectado para dar en mi fiesta de cumpleaños, -una que al final ya no se hizo, está un cassette beige con el nombre Unicornio o algo así. Abro la cajita para las cintas, lo meto, y le doy a PLAY. Se escucha una canción animosa, Canción urgente para Nicaragua. Y yo tengo sólo seis años, y apenas sé que Salinas es presidente del país, que en yuesei es George Bush. Y que lejos en Medio Oriente están en guerra. Pero la canción tiene sentido, parece que a alguien le importa todo un país. La escucho una y otra vez en esa tarde sola, y luego la vuelvo a oír en el coche de asientos de piel que mi papá tuvo durante esos meses. En medio del calor terregoso de esa ciudad semi fronteriza, más pueblo que ciudad, lleno de nada, ese micro mundo donde viví tan poco tiempo, falto de cualquier idea socialista, de contextos complejos, yo escuchaba ese cassette y se sentía que había «algo». Aunque no sabía qué era.

Estoy en primer año de preparatoria. En un semestre que inició tarde, muy tarde porque hubo una huelga en la UNAM y las instalaciones de la prepa seis estaban tomadas. Dicen que la alberca estaba llena de orines y de ropa sucia y que tuvieron que cambiar los azulejos. También dicen que el gimnasio era un muladar de olores y basura. Pero yo escuchaba en las noticias las demandas estudiantiles y tenían sentido.

Mi vida académica era un caos, la casa estaba semi vacía, como siempre en mudanza, comíamos en una fonda. Algunos días no iba a clases, otros no dormía. Otros no comía. A veces mi papá se asomaba y me decía, «cómo vas en la escuela?» y yo decía que bien.

Todos parecían, a mis 16 años, saber algo que yo ignoraba totalmente. Y al mismo tiempo, caminando por los pasillos de la escuela, hablando con mis compañeros, todos me parecían tremendamente idiotas. Era bonita. Del tipo que no sé cómo unas facciones normales y un cuerpo normal se volvían en cuestión de un verano, de pronto atractivas. Pero era retraída también. Una vez un tipo del salón me dedicó una canción de Silvio. Una que nisiquiera tenía que ver con nada romántico. Esa canción me caía gorda. Sonaba mal, empezaba con una unos tonos raros, se iba a una armonía lejana y arriesgada, era incómoda. La canción venía junto con una flor, una rosa que ese día olvidé en la parte de abajo de mi banca, y al otro día yo era la peor arpía porque no sólo había despreciado una canción medianamente mal tocada en una guitarra que pidieron prestada, también había desdeñado una rosa. Parecía que escuchaba a mi mamá decir, habiendo tantos niños en África padeciendo hambre, y tú depreciando la comida.

Hay adolescentes que nunca reciben flores, sabes?

Ese primer año, el dos de octubre, fui con unos compañeros del salón a la marcha por la conmemoración de Tlatelolco. Tampoco entendía mucho, me parecía añejo el asunto, recuerdo a la gente corriendo y mis botas de piel encima de mis mallas de la danza, rasgándolas porque correr con botas no eran mis planes esa mañana. Ir a esa preparatoria se sentía como vivir en un pasado remoto, lleno de consignas, que todos conocían, menos yo. Yo iba a beber cafés y a leer. Falté a casi todas las clases. Los tres años.

Es el 2006, y tengo 22 años. Otra vez estoy en una marcha, era porque AMLO había ganado y Calderón le había robado la presidencia. Atrás de mi, además de muchos contigentes, tenía ya una carrera de danza y muchos libros leídos. No me consideraba de izquierdas, pero toda la gente que me rodeaba sí. Ya se había dejado en claro que las viejas consignas socialistas, que recordaban Cubas, luchas estudiantiles latinoamericanas y «guerras» estaban rancias. Pero teníamos el arte o eso queríamos pensar, para cambiar el mundo. Yo acababa de entrar a la facultad de filosofía con la intención de estudiar Letras francesas, pero me duró poco el entusiasmo y la matrícula. Vivía como un animalito salvaje, pensaba que podía alimentarme de libros de la biblioteca y manejaba unas cantidades de ansiedad que sólo se calmaban con sexo. La elección robada no me quitaba el sueño pero empezaba a picar. Daba comezón la mojigatería de la derecha, que se veía bien clara desde atrás de un libro de hermenéutica, o de formalismo ruso. Y su falta de claridad mental, su pobreza argumentativa, pero, ¿qué iba a decir yo, con problemas económicos, emocionales y académicos hasta la coronilla, de los problemas sociales de un país?

Tengo frente a mi un teclado blanco, la MAC enorme de la sala de redacción tiene varias pestañas abiertas. Y en el escritorio está mi café barato del OXXO y un jugo de betabel que pasé a comprar al salir del metro. Es el otoño del 2015 y estoy escribiendo en un pequeño periódico. Mis compañeros son la mayoría, militantes de morena. Hace semanas que las asambleas me tienen cansada y que no quiero representar nada, el entusiasmo por formarme en esas filas se me ha casi terminado. Me ofrecí a ayudar a un colega con sus quehaceres pero el primer día que quiso pedirme algo terminé por alejarme. Teclea y respira muy fuerte, en su computadora suena Playa Girón, y bebe un café, en una taza que no lavará, porque él no hace eso. Tengo de cierta forma más jerarquía que él en el equipo, pero no la quiero. Y tampoco quiero que me trate como a una secretaria. Me río. Ignoro por completo su petición. Lo ignoro a él, termino mi trabajo, me pongo mis audífonos, escucho a Amanda Palmer, y me voy a una fiesta.

Ese otoño lo único que hago es bailar, viajar, escribir. Y enamorarme, del que hoy es padre de mi hija. A Silvio lo escucho cuando me subo al coche y me gusta recordar a mi madre y a mi padre. Pero ya todo significa otra cosa. A la niña le canto canciones de punk de los ochentas, y ella aplaude desde su sillita.

Necesitaremos otra cosa hija. Y hacia allá conduzco cantando.

Una línea que se abre

En la mañana escuchamos a Stravinsky, luego a Silvana Estrada y algo que sonaba a punk. Durante el desayuno pensé en el cuadro que quiero hacer sobre el tema de una higuera, con azules cerúleos, cobaltos, y limones. Y pensé en Pierre Boncompain.

Tenemos gripa y la cría juega como si nada, y yo dibujo bocetos de las plantas con sus crayolas, en el cuaderno que ahora es suyo, de papel Fabriano, ella no sabe que he robado trazos aleatorios suyos para la serie abstracta que estoy haciendo.

Cuando lavo los trastes, y he dejado las mesas vacías, escucho poemas. Escuché ésta semana la última parte de un poema largo de Chantal Maillard que siempre empiezo y continúo en distintos puntos y he terminado apenas.

Algunas veces, si la atención nos lo permite, y está el día nublado -lo suficiente para tolerar la luz del sol en los tragaluces, bailamos. La cría ha empezado a comprender que no tiene cuerpo, sino que es cuerpo. Y con ello sus gestos se han vuelto intensos y presentes.

Ahí al margen de lo doméstico, y también bien adentro, en los cuidados, intensos y precisos de una cría de dos años, vivimos en la creación del mundo. Podría no decirse, pero quiero decirlo. Creamos cultura, y es nueva. Como nosotras.

Eso que Gadamer dijo, dice Malinaly.

Composta

Lo he contado muchas veces. Cuando llegamos el jardín estaba seco. No era jardín. La tierra estaba erosionada, el polvo se levantaba con los vientos violentos del febrero en la llanura. Pasaban los días y las semanas y sabíamos que debíamos transformarlo, un par de veces anteriormente vivimos en casas donde hubo plantas, florecíamos en macetas. Así se vivía la tierra y las estaciones, en pequeños compartimentos fáciles de manipular. Pero la tierra fue un reto para ambos. Una no entiende la dimensión de la vida hasta que no se puede tocar toda con las manos y los pies descalzos. Los cálculos nos decían que se necesitarían miles de pesos para remover con maquinarias, para mezclar con unas veinte toneladas de un suelo menos muerto. Y luego la capa vegetal. Y los cuidados.

Ver por las ventanas era soñar permanentemente con el jardín. Pero la primavera en la llanura no es especialmente húmeda, aunque en México contamos en muchas zonas con más de la mitad del año de lluvias diarias. La temporada no llegaba aún.

En esa misma época yo no acaba de sentirme bien. Ya pasó la in vitro. Ya soy madre. No entendía qué iba mal. Y no era que fuera algo especialmente mal, pero empecé a verme en el jardín. Empecé a soñar con la composta. Juntaba cada día los desperdicios de casa, que antes eran demasiados para las macetas, ahora eran insuficientes para un metro cuadrado. Hice experimentos como enterrarlos. Pero era poco.

Terminamos invirtiendo en un compostero que construyó mi hermano en vacaciones de verano. Las lluvias ya habían llegado. Yo hacía videos con la lluvia porque la tierra que pisaba la bebé era tan seca que sentía como si fuera yo la que tuviera sed. Y no lo sabía, pero sí tenía sed.

Y lo sabía, como si estuviera viendo una fotografía de unos labios secos. Sólo que no podía sentirlos resquebrajados, o tiesos. Lo sabía de una manera externa. Sé que tengo sed. Pero no la siento.

Así de seco estaba el suelo.

Con las lluvias aprovechamos para poner una capa vegetal. Que la bebé pudiera caminar, dormir en el césped. Al fin los cielos estaban menos agresivos, las nubes nos cubrían como mantitas en la hora de la siesta. El otoño trajo unas tagetes, hierba crecida. Nuevos árboles altos llegaron en invierno.

Mi compostero era un desastre. Para invierno ya había una primera capa de cultivo pero me había prometido no comprar tierra para llenarla. Hacer suelo. Mover lo poco que había en el compostero era una tarea aburrida. Además mi urgencia de crear una capa orgánica en invierno respondía a tener que cubrirla con los despojos de las podas del otoño, y que esa celulosa se volviera materia orgánica. La prisa me comía el cerebro.

La bebé ya caminaba, exploraba en el enorme espacio entre la casa y la cerca. Y un día me desesperé y decidí hacer la composta en la cama. No pensé en proporciones. No conté las veces que fui por las mañanas a dejar los desechos de casa, todo lo enterré. Y cuando lo enterraba, bajo el sol matutino, con el aire frío del invierno, pensaba en la transformación de las cosas. Esta es mi vida. Esta es la tierra. Este es mi cuerpo.

Llegué aquí pensando que había llegado a una cima. Pero yo no me gustaba. La endometriosis y sus afecciones adyacentes me estaban carcomiendo silenciosamente. La terapia que empezó al mismo tiempo que el jardín me hizo ver que sólo estaba apenas empezando otro viaje. Porque de alguna manera, cuando uno desea tanto, con tanta fuerza una cosa, desde el designio horrible de la infertilidad, ser madre, parece que conseguirlo lo es todo. Y no es así, pero el deseo neecsita moverse, y avanzar, aunque a su paso lo deje casi todo erosionado.

Desde un inicio supe que el jardín era yo misma. Es una analogía obvia. Es imposible no pensar en cuánto se ve reflejado de nosotras en la naturaleza. La composta en la cama de cultivo dio resultados. Atrajo conejos, tuzas. Poco a poco las hojas secas y los pastos que fui poniendo para que no perdiera humedad se deshicieron. Aparecieron también babosas, cuando no sabía lo importante que era removerla para que no se hicieran charcos. Había mañanas en las que cuando levantaba una capa para enterrar los nuevos cascarones, el café las cáscaras del tomate, se esparcía un olor cítrico profundo. Otras olía a frutas. A frutos limpios, a recuerdos. Levantar la mierda no siempre levanta malos olores.

Ahí abajo también estaban las uvas, las naranjas en jugo matutinas, las fresas frescas de los pasteles. Olía a vida. Empecé a ir por las mañanas como un ritual, con sueño, en pijamas, descalza a veces. En bata, con el pelo lo más despeinado, sucio, desordenado posible. Con la cara hinchada del desvelo. Enterré las cosas, y ahí en el remover supe cuándo había que poner más tierra, cuándo pastos. Saqué las gallinas ciegas, las babosas. Y cada día tenía el recordatorio de la vida debajo de las uñas.

Algunas veces cuando aventaba las gallinas ciegas lejos de casa, las garzas que acompañan los tracores venían a buscarlas, blancas y aladas. Listas.

Con las semanas vino el producto de agacharme, la respuesta del cuerpo a estar sentada metiendo las manos en la mugre. No era dolor. Era el sol, el vientecillo fresco, todo lo que metí ahí abajo a que se volviera otra cosa, y que ahora olía tan bien de repente me devolvió mi cuerpo. Pero no era mi cuerop-endometriósico. O infértil. O exhausto. De repente recordé cosas. He recibido una cantidad de nutrientes inmensa a lo largo de la vida. El compostero sigue ahí, ahora con más fuerza para los nuevos desechos. Hay cosas muy mierda en esta vida. Venimos de mezclas imperfectas. No todo se fermenta bien. Algunas veces nos agusanamos. Dejamos partes sin remover. No aireamos. Si uno ve un bosque virgen a lo lejos, sin humanos, la vida funciona bien.

Pero somos una irrupción en el universo que no funciona tan fácilmente, tan orgánica, armoniosa y cíclica como el resto de los seres. Supongo que a eso se refiere el mito del paraíso. Es normal que enferme, yo misma, no soy un eslabón más que cabe como engranaje en una selva. Ya no somos eso.

Estamos muy enfermos. Todos. Prometeo nos trajo algo que fue un poco, una maldición. Yo siento que sólo a través de la tierra puedo dejar de añorar lo que nunca he sido. Armonía. Sueño con serpientes.

El jardín sigue su proceso, ya no hago planes de paisajismo, mejor, escucho cuánto se puede crecer sin molestar. Crecer sin presionar. ¿Se puede mantener arriba el tallo que hasta ahora ha crecido?

Hace no mucho pasó algo, una señal contundente de que la composta en la cama va muy bien. De la noche a la mañana noté que habían, pequeñísimas, bebés, lombrices. No las compré, no las sembré. Se hicieron, no sé cómo. Ya estaban ahí. Todo buen agricultora sabe lo importantes que son. Allí, removiéndose, allí abajo, en su oscuridad protegida, húmeda. La vida removiéndose, animal, silenciosa.

Me siento repsonsable de ellas. La vida se alimenta, se moja, se deja descansar. Se remueve, se protege. Y se deja pudrir, y se disuelve, y se muere. Sólo me queda presenciarlo, bailar allí. Escribir desde aquí.

Para ver si se puede reconstruir, para habitarlo bien, este paraíso.

Ciruelas

Las ciruelas estaban frescas. Algunas veces amanezco como sin acabar de llegar al día, pienso en los viajes durante el sueño, a mí se me hace tarde seguido. No termino de llegar al cuerpo y estoy como con medio ojo abierto, con media fosa nasal respirando, media cabeza me funciona. Siento que tengo que rebuscarme en el resquicio de todas las cosas.

El otro día hice una salsa de ciruelas. Cerdo. Azúcares, melasas, vinos y picores. Fue aplaudida por el público y yo de pronto me sentí en el escenario. Debería ejecutar más seguido esta coreografía, pensé. Ese día sí habia vuelto a mi, y estaba bien metida en mis pies.

La huerta avanza lento, pero seguro, la composta finalmente ha dado lombrices. Las descubrí un día por la mañana.Cuando tenía 5 años y vivíamos en el norte, en un pueblo fronterizo paupérrimo y polvoso, descubrí que nuestra gata había tenido gatitos. Me levanté por la mañana, abrí su caja, ahí estaban toos arremoliándose en la nueva danza de la vida. Estaban calientitos. Con los ojos cerrados. Sentí una especie de asco y maravilla, todo el universo se concentró en esa cajita llena de pelos y patitas. Me maravillaron los gatos recién nacidos, y también, me maravilló y extrañó mi capacidad de atestiguarlos. Tuv noción de mi existencia en ese reolino de carnes.

Descubrir a las lombrices, vivas al fin, llegadas de la nada, fue igual. El jardín está vivo, y está creciendo. Me gusta asomarme a la cama de cultivo antes de que el sol se ponga violento. Remuevo la tierra y meto las sobras de la cocina. Me siento como un conejo a la inversa. Los conejos asaltan la cama por las noches y se van furtivos en la madrugada, se llevan gajos de frutos, cáscaras, cascarones. Yo al revés voy furtiva a dejar eso que comen. El otro día la tierra olía a cítricos. Un día olía a melones. La semana que me emocioné haciendo gazpachos diario para Z olió a pepinos, a pimientos. La composta me habla y yo le respondo. Si se le pone pegajosa la parte de abajo voy y le remeto pajas, le empujo pastitos secos, hojitas secas, cosas que crujen. Hay una zona que todavía tiene composta vieja del compostero masivo que tenemos cerca. Es demasiado mineralizada, hasta brilla. En esa zona hay gusanas-gallinas ciegas. Siempre las agarro y las aviento lejos, a que las garzas las encuentren y se las coman. Seguramente crujen también sus cuerpecillos trasparentes desagradables.

Celebro la llegada de las lombrices porque el año pasado el jardín estaba totalmente seco y polvoso. Cuarteado y erosionado. Ya hay césped, ya hay árboles, ya hay arbustos. Y la cama de cultivo.

No es mucho, una cama de cultivo, siempre había pensado que teniendo espacio haría diez. Pero no conocía la escala y la dimensión de la tierra de verdad. La tierra es estar en cuclillas, es que haya sol, que las uñas estén sucias. Y es añorar la lluvia como si la vida dependiera de ella. Este año la primavera llegó desde hace un mes a mi cuerpo. No sé si fue el estar sentada metiendo las manos rascando, buscando gusanos. Pero llegó un momento revelador, de salto de la cama o de la tumba. Y regresé a la danza, y regresé a mi cuerpo. Quizá sea la maternidad que acecha en forma de formas de drenaje femenino viejas, así como otras veces me han aterrado las formas conocidas de vivir.

Para que hubiera lombrices a paja hizo su trabajo, aunque no tenía esperanzas en ella. Pero fue el resultado de muchas horas este invierno que pasé limpiando las jardineras. La dejé secar en el compostero, y luego ya no cabía. Mudé la composta a la cama de cultivo, y ha salido bien. Hoy metimos dos costales de tierra, ya hay gusanos. Las calabazas, pepinos y chiles, crecen en sus macetas y ya están afuera, esperando a ser trasplantadas bajo el sol rudo de este valle. Sueño con micorrizas, con bokashis, con azomites. No pensé que fuera a haber lombrices, muchas veces he fallado en la composta. La olvido, se seca, se pone ácida, huele raro, se sobrecalienta. Esta vez no. Esta vez, a un año de estar en terapia, la composta se va haciendo sana. Todo lo que h de transformarse, hoy se transforma, ya no apesta.

Faltan casi dos meses para que llegue la lluvia. A la huerta le queda mucho trabajo, más camas de cultivo, quizá usar desechos orgánicos de los vecinos, nutrir el jardín, sembrar más, deshierbar, regar a conciencia. A mi me queda bailar dos veces por semana y no soltarme del hilo de mi voz para vivir aireada. Tengo que, ordenar la cocina, hacerle unas cortinas campestres, cuidar los brotes nuevos, poner un árbol de ciruelas, una granada, una higuera. Enredaderas como plúmbagos, jazmines, más pasifloras para los gusanos.

Sigue la lista: afinar el instrumento para vivir en mi cabeza y en mi cuerpo. No sé si voy a florecer en forma de libro, pero por ahora abonar la tierra sigue siendo prioritario. Ser madre, ser pareja, ser yo para mi, cuidar del jardín de la vida. Leer, escribir mis libros. Pintar mis cuadros. Allí va mi energía y mis ojos, nada más. Para las guerras, nada.

Viento de color blanco

El día que nos mudamos la bestia blanca vino llorando todo el camino. El camino de tierra se sentía como andar sobre tiempo, en una carreta. Bajamos todos, la nueva manada, lista para asentarse en el nuevo hogar.

La casa era blanca, con tragaluces. Parecía en efecto que toda la casa blanca, vacía, nos iba engullendo a la niña, a Z, a mi, a la bestia blanca poco a poco. Ahora viviremos en su vientre, pensaba. Los muebles llegaron poco rato después.

Las ventanas ocupan una gran parte de casa. La luz entra y envuelve, entra y envuelve, entra y envuelve.

Los muros olían a recubrimientos, a pintura. Y la tierra estaba seca. Las construcciones erosionan. Yo tenía miedo de no ver florecer. De no ver florecer nada, ni el amor, ni la casa, ni el mundo. El jardín era como una promesa amenanzante.

Pero hoy, meses después, la bestia blanca me mira desde el suelo de la cocina. La luz del sol entra por la ventana y la pasiflora está llena de capullos de mariposas. Me cansé de sacarle los gusanos, de tratar de salvar sus hojas de sus apetitos. Ahora nos esperan las mariposas.

Camino a casa por la mañana, de regreso del cole, veo los campos de cempasúchitl crecer, veo las bicicletas de las jornaleros, veo el volcán con su sombrero de azúcar-nube-helado.

Me hago un té de hierbabuena mientras me inunda desde abajo,desde los pies, la imagen de mi próxima pintura. La vida llega como sangre a llenar las venas. Pienso en carne, siento calor, un tambor similar a un latido que es mi corazón, o es un fuego artificial de una iglesia, o una explosión volcánica. Podría ser cualquier cosa.

No sé si llego al día, o el día me llega a las venas. O si soy tiempo o el tiempo me pasa através. Es otoño, el verde se abrió paso por entre la tierra seca, las flores invadieron, con sus venas, su sangre y sus mariposas.

Las perras del verano/ hola adultez

Aunque si yo fuera perra

También compondría mis temas

Porque nadie me puede prohibir ladrar

Rigoberta Bandini

Habíamos planeado ese viaje con semanas de antelación, Alice, Cata y yo. A lo lejos no parecía que España en verano fuera un reto muy grande, eran ocho días de descanso, ¿o de juerga? Yo metí mis bikinis, que ya ni me sentía cómoda en ellos, pero allí estaban a la espera de que mágicamente las 15 horas de viaje surtieran efecto en forma de adelgazar unos diez kilos de la noche a la mañana. Ìbamos a quedarnos en casa de Alice esos días, y quizá acamparíamos, no sé cómo en algún lugar de la ardiente geografía casi desértica de esa zona del mediterráneo.

No recuerdo cómo se nos ocurrió reunirnos en Valencia, usamos el pretexto de que Alice, nuestra amiga desde hacía ya casi ocho años, estaba estudiando su maestría en artes plásticas en la universidad politécnica de Valencia. Alice es de Estados Unidos, nos conocimos al mismo tiempo que Cata, documentalista y fotógrafa argentina, en un experimento social llamado ecodepa, en 2010. Un fiasco de casa comunitaria llena de extranjeros donde caímos las tres y vivimos cada una alguna aventura amorosa muy patética. La decepción nos unió, en pocas palabras. Desde entonces hemos visto pasar por la vida de cada una cambios de casa, parejas, trabajos, y la vida. La maldita vida adulta.

Julio del 2018. Yo acabo de aterrizar en Madrid, como hace dos años, con mi esposo, que tiene un par de congresos en Europa ese verano. Aprovechamos el viaje para que mientras él trabaja yo vacacione con las chicas en Valencia, que está a dos horas de su ciudad natal. Hace un calor «que te cagas», como dicen todos allí. Es verano, hemos ido básicamente a tendernos bajo el sol, y beber en la playa. Yo en esta ocasión empaqué un montón de ropa de playa que por cierto, ya me queda muy chica. En 2019, cuando empecé a escribir esto, escribí: Estoy incómoda en mi cuerpo, me siento gorda, hinchada, el calor mediterráneo a mi, que vengo de una ciudad altísima y templada me quita toda dignidad. Porque ahí yo tdavía no era madre, ni sabía que podría serlo. El verano europeo me viene mal, tengo la frente y el bigote sudados, mis muslos chocan (el verano pasado esto no ocurría) pero está la paella de mi suegra. Está el mercadona con sus pasillos frescos llenos de helado, y el tinto de verano. ¿Qué podría salir mal? Estaban las cañitas que desde las 6 de la tarde se vuelven el mar donde se navega el resto del día, las aceras perfectas, los pasos peatonales amables, y la seguridad de las calles llenas de vida.

Hacìa semanas que habíamos abierto un grupo de WhatsApp para acordar, o intentarlo, las cosas divertidas que haríamos esos ocho días. Tenemos fe. Nos queremos. Las tres tenemos alguna inclinación artística, mucha voluntad ecologista y un ánimo crítico feminista en pleno proceso de pulido. Unas diosas. En las fotos de mi boda nos vemos radiantes, jóvenes, sonrientes, poderosas. Pero no podemos ponernos de acuerdo con qué hacer en estos días así que ingenua y amorosamente decidimos, o nos resignamos a dejarlo al «fluir de cada día».

Y alí estoy yo, con mis audífonos protegiéndome de la paranoia que me acompaña, bajándome del autobús, viendo de lejos a Alice que se acerca con su 1.70 de estatura y su sombrero estilo Sofía Loren. En mi móvil suena La bien querida, pero me quito la música, y estrenando el silencio con los ruidos de la calle aparece Alice, que es de Yuesei muy rubia y delgada. Tiene sin embargo, un flair europeo y se ha puesto un sombrero de ala amplia negro que con sus gafas negras la hacen parecer superstar de los 50s. Me saluda con su voz dulce y sencilla.

Verano: ¡aquí nos tienes!

-Isa!, (Nos abrazamos)

-Alice! Me encanta verte! So good to see you! Las dos surfeamos la conversación en un spanglish tan perpetuo como el abrazo largo y hippie que nos damos.

-Alice you look incredible! Cómo estás?

-Did you see Cata’s message? Gosh

-I know, va a estar infartada, pobrecita.

Caminamos hacia una parada de autobús bajo el sol quemante. Son pocas cuadras. Yo llevo una mochila demasiado grande, porque entonces todavía no sabía lo asburdo que es llevar mucha ropa al verano. Pero miento.

-It’s ok, It’s not heavy… I can deal with it. Can I?

Afortunadamente el autobús tiene aire acondicionado y podemos hablar sin jadear. Cata acaba de recibir la mala noticia de que su vuelo está retrasado. En el grupo de WhatsApp tratamos de consolarla, un día de tener que estar en el aeropuerto iba a ser jodido.

“Chicas, estoy mal, estoy muy triste y enojada. Resulta que está estallando una huelga en varias aerolíneas, una se ha declarado en quiebra. Estoy en la mierda.”

Alice y yo la consolamos. «Bueno, será un día o dos», mientras viaja y se pierde uno más, nos quedan seis días para estar juntas. Cata se encuentra en Alemania, en casa de su novio pero está atorada en Berlín mientras su vuelo acaba de salir.

Le prometemos no pasarlo demasiado bien. De todas formas Alice y yo somos introvertidas, quizá pasivas, -are we depressed? o es el momento de la vida y tratamos de estar tranquilas sea cual sea el contexto. Pero es jodido, porque Cata es la alegre de las tres. Alice es la dulce, yo la ñoña, Cata la alegre. Cata siempre tenía fiesta, con ella se dicen las cosas más ácidas pero también las más chistosas. Es el colorido de argentina (también el humor) hecho muchacha.

Nos bajamos del autobús y caminamos un poco hasta casa de Alice: un piso que comparte con dos franceses, yo estoy exhausta. No sé qué pasa pero las mujeres que no sudan y no se pegan a los asientos me parecen de otro planeta. Miro a Alice, con temor de que diga que sí, le pregunto:

-Quieres salir a hacer algo? Cuál es el plan hoy?

-No, estoy bien, sólo si quieres, si quieres podemos descansar.

-Ay, si! Hoy descansamos, comemos, y mañana hacemos más. Perfecto.

-Yo soy muy tranquila últimamente, voy a la escuela, a veces salimos por las noches pero ya sabes que no bebo alcohol.

-Yo tampoco hago mucho en México, además me he vuelto temerosa en la calle, no sé por qué.

-Aquí en España al menos puedo salir sin miedo, es seguro, creo. Pero me gusta estar en casa, cocinar, leer. La escuela tampoco me deja tanto tiempo.

Luego de un par de horas de hablar y picar cualquier cosa salimos al supermercado. Está a unas cuatro cuadras que caminamos tranquilas, las dos con mini shorts que yo en México solo uso en la playa. Al entrar a la tienda pierdo el control y gasto no sé cuántos euros en panes, embutidos, vinos, y un montón de cosas insanas. Es el país del jamón, del queso de oveja curado y el vino. Alice, vegetariana sólida, me mira con extrañeza.

Ya no soy la Isa ecologista, he cambiado querida, qué te puedo decir? he puesto pausa a muchas ideas que consideraba inamovibles. Ahora soy ésta Isa, pienso mientras lleno el carrito de galletas y nocillas y nos dirigimos con mi nueva identidad consumista hacia la caja.

De vuelta al piso de estudiantes Alice y yo respondemos al grupo de WhatsApp. Nuevas malas noticias: No será sólo un día, serán DOS de retraso. De repente los seis días de amigas en la playa se han vuelto ya cuatro. Este que corre. Dos que faltan sin Cata. Volará desde Berlín hasta España para pasar sólo cuatro días con nosotras.

Alice y yo lo comentamos. Para las pulgas argentinas de Cata la situación debe ser límite. Yo hace tiempo que siento tanta suerte en la vida que estoy segura de que casi a toda situación negativa se le puede sacar provecho. Manía de escritora, quizá, «mientras pueda narrarlo, valdrá la pena». Alice tiene un temple de hierro. Pero Cata, Cata es exigente y asertiva. Más que asertiva es incisiva. Incisiva como un cuchillo que separa la carne del pellejo. Esto es carne y esto es pellejo. Y esto para ti y esto para ti. Y punto. Y si hay queja: hay cuchillo. Cosa de Argentina, suponemos.

De pronto ya es viernes, yo llegué un miércoles. Qué hicimos ayer? Ah, sí, estuvimos en casa hablando.

Z me pregunta al teléfono esta mañana:

-Vas a salir a pasear? No es que haya tanto que ver pero no pensarás quedarte encerrada sólo porque Cata no está no?

-Ya, es que Alice y yo no paramos de hablar.

Y es cierto. Hay siempre mucho que contar.

-Además vinieron a casa ayer compañeros suyos de la escuela y eran súper simpáticos. Qué tal el congreso? Conociste a la Reina de Inglaterra?

Reímos.

-La conocí pero no pude planchar mi camisa.

Z. No sabe planchar. Bueno, yo tampoco.

Y en efecto en las fotos de ese congreso de científicos en Cambridge, Z aparece sin saco, y con la camisa hecha un desastre. Colgamos. Si todo sale bien Cata llega mañana sábado. Alice y yo navegamos el resto del día entre comida, vino, y duchas. Qué calor.

Lo que más recuerdo de los días pre Cata es que Alice y yo hablamos sin parar, excepto cuando empezamos a discutir sobre los beneficios o perjuicios de la comida frita. Yo en la postura pro frita, pro gordi comida. Ella más informada, en el planeta de la salud. Alguna de esas tardes fuimos a ver amigos suyos a otro piso en un barrio aledaño. También recorrimos el centro de Valencia, a la peor y más solitaria hora del día, cuando el sol quema. Y una noche, la última solas, bebimos vino con amigos en el piso de estudiantes y reìmos con las tonerías que se nos ocurrían mientras comíamos la comida hindú gratis que nos trajo uno de los ligues de Alice. Tenía muchos, por suerte, me sentí orgullosa de ella.

Alice es el tipo de personas que uno no puede dejar de admirar. Flores que crecen en medio del asfalto, que no sólo son buenas y bellas personas. Que son listas, que son brillantes y creativas. Una tipaza. A tres años de ese verano, la recuerdo haciéndose preguntas profundas, mientras sobrevive sola en otro país, lanzándose piedras hacia enfrente para poder cruzar charcos, y avanzar y no parar.

Y yo. Yo no sé. Mis proyectos de pintura y escritura estaban más bien arrastrándose de la mano de mi hipotiroidismo subclínico estúpidamente no medicado, y estaba descubriendo, cogida tras cogida, que era infértil gracias a la endometriosis. Pero entonces pensábamos, bueno, ya llegará. Y fuimos a España a relajarnos y a comer, y a no pensar en lo que vendría. Anduve en las calles medio dormida, como viendo el mundo desde un balcón, pero cubierto de cristal. Mostly depressed. Pero sin saberlo. Yo quería que llegaran mis amigas, emborracharme, abrazarlas y ser perra. Estilo Rigoberta Bandini. Mandar al carajo muchísimas cosas y crear.

Si enumero las cosas que Alice, Cata y yo hicimos juntas tendría que escribir un libro. Nos conocimos en un experimento social bastante inmaduro donde nos enamoramos cada una, de algún extranjero que estaba de paso y que se pensaba ultra liberal, poliamoroso, ya saben, unos forros pendejos. Y nosotras pues, no habíamos cuestionado precisamente a fondo el mito del amor romántico y aunque teníamos trazas de feminismo en las galletas pues, en realidad sólo eran trazas y tal vez éramos alérgicas.

Navegábamos de proyecto en proyecto, de casa en casa, de fiesta en fiesta, de pareja en pareja. Pero siempre con las manos entrelazadas y en una genuina complicidad. Truene? Reunión con amigas. Despido del trabajo? Reunión con amigas. Crisis de los 30? reunión veraniega con nuestras versiones adultas.

Cata llegó un medio día de un lunes a Valencia. La recogimos en el metro y nos abrazamos en medio de un grito cursi de nenas. Luego caminamos hacia el barrio de Alice, que no recuerdo el nombre pero estaba cerca de la Playa de la Malvarrosa y cuando llegamos al piso yo sólo quería beber cerveza y comer paté fino con pan de supermercado.

Cata me miró igual que Alice,

-Isa, eso es carne!

-Oh yes, ya no soy vegetariana.

-Qué?! Exclamó incrédula con su acento argentino medio disimulado.

Pues, estoy abrazando mis cotradicciones, jeje, “ a veces como carne” si y sin culpas.

Miré a Alice:

-Y a veces como fritos. Pecado!

Reímos un poco pero en el rostro de las dos se vio una pequeña mueca de reprobación. Que yo, totalmente en paz con mi ingesta de animales, ignoré. Un poco. Nos sentamos a picar quesitos y miel, hasta que Cata de repente tomó una bocina y cambió abruptamente la música. Lo recuerdo con claridad. Creo. Había alguna canción sonando, pero Cata señaló lo “horrible que era esa canción” y con mucho nervio cambió la música. Como si, como si estuviera sola en su habitación, como si no hubiésemos otras allí. Bue. Lo ignoramos. Un poco.

Esa tarde íbamos a recoger a una amiga de Cata, de Barcelona, que se unía al plan de chicas al venir desde Madrid para ver si acampábamos, tampoco teniamos eso claro.

Ahora cuando lo pienso, podría parecer que la fuente de todas las desgracias que ocurrieron esa semana fue el no tener un plan previo para seguir. Pero había pocas certezas, me digo, mientras reconozco internamente que sigo siendo la mexicana que se deja llevar por el plan y fluye con la amiga tranquila estadounidense mientras la amiga argentina lo tiene todo mucho más fijo y pensado y fijo. Y eso, fijo.

¿Qué desgracias nos esperaban a la luz de esos quesitos de tarde de lunes? Un sin número de contratiempos. Peleas en la playa, discusiones sin fin, conexiones con otra dimensión, escenas de peligro en barrios gitanos donde nos metimos, pisos de cemento, racismo, ¿sigo? Porque hay mucho más. Hay un ojo infectado, y hay una paella mediocre.

Eso. Esa tarde fuimos a la playa, nos quedaban sólo cuatro días para aprovechar ese idílico encuentro de amigas. ¿Muchas, o demasiadas expectativas? Todavía no sé.

Me voy a poner todas las minifaldas del mundo. Estás vestida de putilla me diría Z. Que siempre lamenta que vivamos en un lugar tan machista y peligroso que no puedo usar lo mismo que en España de forma cómoda. Me voy a comer todo el gluten que quiera, aunque la endometriosis me esté pisando los talones. Al menos ese fin de semana no estoy menstruando. Eso. Eso sí habría hecho del final de esa semana algo estilo Carrie con Terminator e influencias de Tarantino.

Aunque tampoco estuvimos lejos de eso.

Continuará, (si mis amigas no me matan antes)

En el sueño del hombre que soñaba

“Eres muy natural”, me decìas mientras descansábamos en la hamaca en tu jardín. Yo recuerdo todo, la ropa, los olores, el tono de la luz de otoño en las rocas volcánicas del muro y en las plantas que enmarcaban la ventana del comedor de tu casa. Hace unos meses al hacer la casa recordé diariamente cosas tuyas, que estudiabas arquitectura, que me contabas todo y que no fue hasta muchísimos años después que me di cuenta de cuánto aprendí contigo. Éramos espejos, de esos que nos reconocemos como si vinièramos del mismo planeta. Ojalá no hubiésemos sido, pienso continuamente, tan sensibles.


Llevo días, (llevamos todos tus amigos) pensando en ti. Yo recordé tu estudio, cómo tenías todos tus útiles de la carrera regados, todo lleno de recortes, de trazos, recuerdo las veces que fuimos a comprarte cosas a Lumen con tus padres, todos juntos como una familia a la que pertenecí esos dos años de relación. Recuerdo el olor a humedad de tu estudio y esos botes que absorbían las gotas de agua y las condensaban. La madera medio roída de las escaleras, las otras escaleras que iban al cuarto-àtico. El jengibre en la jardinera, mis tenis rojos. La cocina, mi cuerpo entonces tan delgado andando despacito, para no hacer ruido, recuerdo los cuadros de Toledo en tu sala, las lámparas, y esa decoración compartida, tan mexicana, con tu familia de Coyoacán. Recuerdo a tu madre que yo admiraba tanto, a tu padre tan entrañable y amable conmigo. Qué familia maravillosa, cuánto nos dieron a todos, que hemos cosechado lo que sembraron aunque fuera a ratitos, en las tardes, con sus gestos acogedores, tan humanos. Te recuerdo siendo feliz en ese sitio, tu que sabías de la construcción de la casa, que volvías de tu estancia en Alemania, te recuerdo manejando seguro por la ciudad, con tu portaplanos recién integrado a tu anatomía siempre colgando atravesado, tu mochila de color naranja. Los cutters, los prits. Yo sentada esperando a que salieras de clase, en el piso de CU. Yo sentada esperando a que salieras de la visita a alguna casa, en la calle, yo bailando, ensayando, viéndote afuera de la escuela de danza, yo sintiendo que me hago pis a carcajadas porque estamos diciendo alguna cosa muy polìticamente incorrecta en un café en la Condesa. Esa época en la que cambiaste tus lecturas de historia económica por libros de arquitectura, por ropa más fresa, por lugares que yo percibía superficiales, ese mundo al que quisiste entrar pero que ya no vi si lo conseguiste. Recuerdo los miles de cafés. Y los libros. Borges. Los libros que me regalabas y luego te enojabas porque no me parecían especialmente interesantes. Tu Saramago. Tu Carpentier.

Nos recuerdo esa primera época antes de la muerte de Rubèn, tu padre, siendo puramente felices, yo estudiando danza, decidiendo si quería estudiar historia, o letras, o RI por un lapso breve. Tú escuchando a Yann Tiersen y a Tchaikovsky, emocionado en la sala subiéndole el volúmen a 1817, hablando del ejército, pensando en poner a Mahler, abriendo frenético las cajas de los discos. Reímos muchísimo. Odio escribir esto. Estoy sumamente enojada contigo y quiero que lo sepas. Este no era el plan. Nada salió como pensábamos.

Tu y tu familia fueron mi casa esos dos años. Yo no lo sabía pero lo que buscaba, más que nada, entonces y aún muchos años después, era pertenecer a algo. Sólo pertenecer. Compartimos todo, incluso el saber a dónde iban las cosas. El último año habías cambiado, yo estaba en transición, como estaría los siguientes quince años, hacia ser otra cosa. Dejamos de escuchar a Mahler y en tu coche sólo estaba Depeche Mode. Habías desafiado todo, tu casa materna y paterna, al entrar al
mundo de las maquetas de la Condesa. No recuerdo mucho de ese último año. Fiestas que me aturdían, cansancio, estrés, yo haciendo la prepa abierta, corriendo en la ciudad monstruo. Ya habíamos tomado un camino distinto cada uno, pero recuerdo ese pequeño paraíso. Las bugambilias de Coyoacán, el placer de caminar largos tramos, beber café amargo y corto, dibujar, leer cada uno al otro lado de la mesa. Reír como renacuajos. Pelear por cuestiones filosóficas y robarnos las ideas, entrar en laberintos de sentidos, en ataques contra las heridas del otro. Todavía en mis viejos cuadernos están tus dibujos, tus cartas, porque esto es así, estuvimos juntos, aunque después las cosas se complicaran tanto, fuiste una parte nodal de esa época. Teníamos a penas veinte años. Fuiste mi interlocutor, lo que más valoro en términos de vínculo. Hace poco traje a mi casa mis viejos diarios y mis libros, y en ellos están tus huellas, en todas partes, dibujos, mensajes, notas, hasta una bitácora que me regalaste. Tú dejabas huellas por todos lados, creo que porque sabías que eran tus mensajes póstumos. Y odio eso.

Eres el segundo ex novio que muere. Me dan escalofríos. Aunque tu hace mucho que querías irte, que empezaste irte, que ya no estabas aquí. Estabas cansado, aburrido, atormentado. Una parte de mi dice que no sabe lo que te pasó. Otra sabe. Pero no quiere reconocerlo.

Todas las cosas que pienso me parecen prescindibles. Ya no estás. Ninguno podemos creerlo. Y sin embargo siento que no decirte ahora, nada, es inaudito. Eres una de esas personas que sueltan verdades cada minuto, de repente, así con la ligereza de quien dice la hora. Te volviste uno de esos interlocutores internos, con quienes una termina por construir sus diálogos imaginarios, sus peleas interiores. Te hemos llorado esta semana Diego. Hay tanto que sobra decir al respecto pero hay tanto que debí decirte a tiempo.

Yo recuerdo tu paso apretado, el entusiasmo con el que entraste a la carrera de arquitectura, las miles de veces que nos carcajeamos, tus muletillas, todo ese brillo en los ojos, cómo te llevabas tan bien con mi padre, nuestras peleas en tu coche, las visitas a la Viennet, lo que caminamos en CU, la música compartida, nuestros apodos ridículos. La vez que te conocí cuando llegaste a sentarte junto a mi en la prepa y preguntaste si yo tenía un apellido raro. Mi fiesta de cumpleaños donde te fuiste despechado. Éramos tan jóvenes. Lo digo con toda la ternura que me puede causar pensarnos sentados en ese quicio de un café en San Ángel esa vez que llovía. Estos días llegaron así los recuerdos, todos condensados, volátiles, cayendo uno por uno sin orden. Te gustaba escribir sobre lo divino, influenciado por Borges, por Barragán, en un cuento que me diste impreso una vez hablaste de la libertad que una hoja de un árbol adquiere al soltarse en el aire. Yo te recordaré siempre así. Creando, brillando, haciendo preguntas. Siempre en dirección al infinito.

Un tipo de visita

A veces pienso en distintas versiones de una misma cosa. O persona. Posibles personas en un mismo escenario, como abanicos pequeños que se abren ante el devenir del tiempo. Por ejemplo las visitas. Yo soy un tipo de visita tranquilo, la mayor parte de las veces. Como cuando estoy en casa, lo que más anhelo y disfruto es el silencio y el espacio para hacer, para pensar, contemplar, leer, absorber el mundo y con esa madeja interna lograr hacer luego algo. El silencio es bueno para eso. También los lapsos amplios de tiempo en los que se puede respirar y extenderse una.

No me gustan los viajes estrepitosos, si se les pudiera llamar así. Me aturde la velocidad de las imágenes, el ir y venir ansioso de los sitios, la foto rápida, la pose cliché, la huella que intenta devorar el mundo, decir «esto me lo he comido».

En cambio prefiero el largo gusto en el paladar que deja poder sentarse a mirar pasar la gente. O la mañana. Las mañanas se pasean muy bien en las estancias cuando se deja entrar la luz a su ritmo a través de amplios ventanales. Con ella una misma va llegando al mundo junto con la consciencia, la lucidez.

Una buena visita en la mañana tiene tiempo de despertar como ella quiera. Levantarse y saber que puede ir hasta la cocina y hacerse un café. Un buen café caliente por cuyas volutas de vapor bailen las horas o los minutos. La buena visita puede esperar a que los anfitriones se despierten, puede mirar las plantas entretanto, los libros, el gato comerse saltamontes sobre el pasto.

Sin una expectativa fija sobre el día todo es ánimo, todo es suficiente, las pausas se usan para disfrutar del otro, escuchar atentos, pensar, soñar. Hay sobremesas memorables, tardes de largo aliento en mi memoria. Eso es valioso. No son flashazos ni fotos de muchos lugares, no son caminatas con paradas abruptas, respiraciones agitadas, son una cadencia potente, a veces como la del bajo continuo del barroco, la que se queda conmigo. Un cuadro completo, de imágenes, sensaciones, texturas, ideas, todo mezclado como un perfume complejo de las cosas.

Hay visitas largas y extendidas como manteles blancos de algodón en mesas de madera tibia. Manos que ayudan a levantar los trastes luego de la comida, y lo más valioso, las hay que a veces no siente nadie que tiene que hablar siquiera, se hace juntos, se atraviesa el día sin necesidad de decirse, de mencionarse nada. Eso que llaman comunalidad, respirar el mismo aire, dichosos, abrazar las horas pacientes, darse al otro sin máscaras, sencillos, así la vida sabe más, se siente viva, palpitante, certera. Abierta.

Ahora que acabe esta pandemia.

Pandemiología II

Ineludiblemente termino pensando en «los cómos» de maternar así. Así, sin salir de casa, así con la madriguera llena y cálida, con tantos días que se parecen entre ellos. Maternar es un acto tan variado como individuos existimos. Y aunque cuando decidí ser madre lo hice sabiendo que era una hoja en blanco donde la experiencia podía ser elástica, diversa, «posible», sabiendo que puedo ser creativa con estos días, y que no siempre estaremos confinados, he tenido también que hacer una especie de duelo por la maternidad solitaria, al inicio, que nos ha tocado vivir.

Supongo que tener un hije tiene que ver por un lado, para mi, con replicarme en una versión mejor, dar una patada al futuro con algo más de biología y neuronas. Pero también tiene que ver con habitar el mundo como manada, y he extrañado poder visitar a la familia, o ser visitada por ella con la cría aún de brazos. Porque nuestra cría es una bebé totalmente de brazos, aunque hoy la espalda y el cuello lo padezcan. Me habría gustado que mi padre, hermano, mi suegros, mi cuñada pudieran abrazar a la bebé y que riéramos todos de las ternuras que vienen en pañales. Pero no fue así. La felicidad me llena, me derrito cada día, sonrío miles de veces con esta familia de brazos, pero también he tenido que aceptar que duele no poder compartir estos momentos. Tiene sus cosas «buenas», sí, el permiso de paternidad alargado de 5 días a ya casi seis meses. Eso es una suerte. Pero eso. También nos habita un pequeño duelo de no poder vivir la pater-maternidad en tribu.

Sin embargo, tengo que admitir que la impronta de mi maternidad, «hoja en blanco», me ha servido para poder recordar cada día que todo lo que me hace feliz suele gestarse en mi cabeza. Y sembar esas semillas depende, casi en su mayoría, de mi. Así me he dejado absorber por la lectura y eso me ha traído mucha paz. También, preguntas, y también, la sensación de que «no todo se ha detenido» con estos meses de exterogestación. Era algo que temía. Que los proyectos de escritura que no pude terminar por el embarazo tan duro, ya no tuvieran madeja de dónde tirar pasado el nacimiento.

Creo que antes no era consciente del efecto de la lectura en mi, porque pensaba que yo era como era, simplemente por suerte, por efectos azarosos. Los matices y los contrastes que he ido encontrando en otros espejos me muestran algo distinto. La lectura no es que me sirva sólo para escribir, porque es el primer trayecto que el cerebro recorre como en una bicicleta de subida: la escritura es poder ir de bajada de esa subida. Sirve para articular la mente, la realidad, dialogar de manera adulta y concreta conmigo misma. Bueno tampoco sé qué tan adulta. Yo creo que hasta estos meses soy consciente de lo que significó contar de niña con una biblioteca.

Lunes a medio día. La casa reluce su perfecto orden, producto de mi nueva neurosis de la limpieza. Esta semana me bebí «Quién quiere ser madre» de Silvia Nanclares, y seguí con los cuentos de Alice Lispector. Nanclares y su problema de infertilidad es obviamente un dulce fácil de chupar. Es deliciosa su prosa, escrita tan desde la piel y el coño. Lispector en cambio es un misterio indecente y desfachatado. Elegantemente desfachatado. Al principio su narrativa (estoy leyendo sus cuentos en orden cronológico de escritura) me asustó, me sentí «burlada», como si me hubieran metido a una habitación llena de espejos y me hubiesen dado vueltas para marearme. Dudé de la salud mental de la autora, pero me di cuenta de que su orden mental era un gusano invasor, (gusano de seda) me he dejado invadir al escribir, a veces, por ese orden de pensamiento a distintas voces, imparable. Y esas larguísimas frases, como las de Carpentier, o Joyce, o Proust, esos nudos deseo de comunicar que no se alcanzan, se estiran, se va el aliento, da igual, lo que les sostiene es el deseo no la realidad del aliento. Me enloquece Lispector, pero es un placer dejarse enloquecer.

Ahora tengo tres fuentes, o cuatro, de inspiración: uno, mis hormonas gracias a la lactancia son un coctel de placer, me concentro gracias a no sé qué -a los neurotransmisores de las hormonas. Dos: la pandemia es demencial y hoy me comunico con el mundo, principalmente por texto, lo disfruto y me asombra, mi deseo de soledad y silencio ademaś se ve cumplido con el distanciamiento obligatorio -del que me quejo, sí, bendita contradicción humana. Tres, tener una hija es una locura de amor. Punto. Cuatro: Harta de las series de Netflix, del río de Babel de las redes, los libros me reciben amorosos como una madre recibe a una hija descarriada. Hija mía, yo siempre he estado aquí, ven a mis brazos de páginas.

Gracias a eso puedo escribir, exprimiendo ratos, entre la teta, cocinar, el intento mediocre de no descuidar mi arreglo personal, y los quehaceres que compartimos en casa. Otra vez, las cosas se ordenan entorno a mis textitos. Decidí retomar el blog un poco por eso, porque lo extraño, no es gran cosa, pero era mi rincón del desahogo y la articulación de las cosas. Afortunadamente, a pesar de mi dispersión aguda, tengo a los demás seres en construcción ya en otros paréntesis: mi diario sigue recibiendo micro suspiros, y aquí, bueno, aquí un pequeño diálogo con ese indefinido pero deseoso «ustedes».

¿Novedades de la pandemia? Mi músculo de la amargura, bien fuerte, se ve movido aunque no quiera por la envidia que me causa quien -no necesita, pero puede salir porque se le da la gana y eso me muestra mi policía interna que ya estaba bien molesta por tantas fiestas -sin pandemia, patronales de las que estamos rodeados en esta pequeña ciudad. Santa provincia de las procesiones y las manitas juntas en postura de oración. No tengo idea de cuál sea el semáforo, no veo tantas noticias. Una parte de mi no quiere pensar en esto. Los cuetes suenan cerca y lejos, pasan allá afuera carretas jaladas por caballos llenas de flores para algún altar.

Yo aquí descalza, leyendo y escribiendo, me preparo para cocinar un arroz chino, o algo así, y miro con ilusión y honesta certeza de que tendré que postergar la costura, las montañas de telas y encajes que compró Z a la bebé. Coser, leer, escribir o pintar. Esto soy en el paréntesis de ser madre.

Pandemiology I

El domingo sabe a sábado. Tarareo por enésima vez la canción de baby shark en mi cabeza mientras cocino el pulpo para la comida. Pienso, por primera vez en la semana, en cosas adultas. Dos ideas, la primera, esta pandemia pone de manifiesto muchas cuestiones respecto a nuestras maneras de construir el amor y los vínculos hoy en día. Hoy de lejos, los amores no están naciendo como de costumbre. Pasada la pandemia, ¿cómo se va a enamorar el mundo?  Segunda idea: la pobreza moldea la neuroplasticidad cerebral. De repente hago click, no es que algunos no quieran respetar, necesariamente el confinamiento, en ese grupo están aquellos que no pueden, y aquellos para quienes planificar una cuarentena o comprender, interiorizar la gravedad del virus, es parte de esa larga lista de cosas para las cuales el cerebro simplemente ya no da. La pobreza cansa, ¿sabes? y me digo eso mientras sigo cocinando. El pulpo se ha puesto durito, mando uno de mis audios de la mañana. Mis amigas están ahí, aunque no las vea. Les echo de menos. Una me cuenta de su tránsito por el otro lado del mundo, otra de su vaivén entre las descubrimientos de la autopercepción corporal. Pienso en mi cuerpo, este que ahora es otro. Z baja con la bebé a ver si ya está el arroz. Cruzamos algunas palabras, mando audios, sirvo la comida, comemos, la bebé está tranquila. Milagro. Exprimo algunos momentos del día para seguir pensando. Puedo por ejemplo leer unas treinta páginas del libro del círculo de lectura. La lectura me ha salvado esta pandemia, Lispector, Kingsolver y los comentarios a su obra con mi ptra amiga al otro lado del mundo. Carpentier, Calvino. Algunas páginas de libros sobre crianza con apego. Respiro. La lectura es mi respiro. En ella están esas palabras a las que el embarazo empujó hacia afuera. Siento que este año, después de parir ha sido hermoso, solitario, una marea de maternidad y oxitocina, pero también de una monotonía cotidiana en la que seguramente me sentiría ahogada si no fuera por los momentos que en medio de la lactancia o el insomnio nocturno me permio leer a destajo. 

Leer a destajo. La lectura me ordena las ideas. Maternar los primeros meses es un viaje al pasado, a lo paleolítico donde no había palabras. Me reconozco en el posparto por mugidos, por susurros, por una guturalidad inesperada. He vuelto a ser tan animal mamífera como mi cría. Y de repente, regresar de esos silencios mentales, a través del barco de la literatura es un desahogo. Y un reapropiarse. De cierta forma parir es partirnos en trozos, y probablemente este volver a una misma que sucede poco a poco es una oportunidad para recomponernos. Ahora tiene más sentido que nunca ese «mi puerperio es mi renacer» que me grabé escrito cerca de la cama y que tuve tan presente los meses pasados. 

Aunque haya tenido que renacer en pandemia. No importa. Al parecer, sigo aquí. 

La bebé ha despertado. Después vuelvo.

P.D. No era pulpo, era calamar.

Despacio

Durante la pandemia, mi estudio se volvió la oficina de Z. Con la vida aglutinada en casa mi labor, además de ser absor-vida por la cría, tomó otros lugares, ajenos a su naturaleza. Pintar en el jardín, y hacerlo por episodios, siempre corriendo. Escribir en el celular, y hacerlo por suspiros, eslaboncitos que tratan de mantenerme hilada en una cosa. En una mujer. El estudio, con mis artilugios guardados en cajas, estaba siendo habitado por otros ritmos. Estelares, numéricos. La bebé, como todos los demás seres pequeños hacen siestas varias durante el día. No les da la panza para guardar suficiente combustible, hay que parar, y duermen. La cría dormía la siesta dos o tres veces al día. La puerta del estudio se abría, a veces intempestiva, porque el señor de la basura venía y había que sacarla a tiempo. O los paquetes. O el jardinero, o alguien.

Un día, con las ojeras profundas como cenotes, salí del cuarto, escribí en un papel, «abrir despacio», y lo peqgué encima del picaporte interior del estudio. La cría dejó de despertarse con ese ruido, sus siestas se hicieron menos, un día no fue necesario, pero no lo vimos más. Hasta hace poco.

El confinamiento laboral al que nos habíamos visto atados se disipó. Ahora tengo muchos pendientes, muchos textos, muchos cuadros a la mitad. Me veo al espejo y siempre falta algo. Siempre hay algo llamándome, un bicho doméstico haciendo su ruido. Hace poco vino una amiga a casa a pasar unos días, el estudio, ya libre de números, empezó a llenarse, de nuevo con mis cosas. Pero la maternidad no es algo que se despega cuando una entra en una oficina, no es algo que se peina, ni que se lava, ni que se silencia. Mi amiga se ofrecía a ayudarme a organizar los libros, y las cosas, en general, que son «eso que se acumula», sin orden, sin sentido. Pero no he podido, porque tengo que darle a cada cosa su orden, y su nuevo sentido. Y en mi escritorio están los cuadros enmarcados esperando su hogar, aún no asignado. Discos duros como órganos que a veces dan sangre. Juguetes, una máquina de coser. Mis diarios apilados en una esquina, tazas de café como náufragas del tiempo. Atrás de mi una vida apilada, unos cuadros recién pintados en medio del frenetismo. Mi caos. Mi apabullante ruido de deseos. Y las cajas, con notas, textos, impresiones, fólders, esperando desde su incomprensión, su naturaleza soltera, a que vaya, y allá afuera suena la hija que ya corre y grita, el gato que tiene hambre, el padre que corre tras la hija, la mañana calurosa que se nos viene en ésta sequía, el hambre, la gordura, mi placer en mis cosas, en mis palabras, el golpeteo del teclado de la computadora, y todo suena a un río. Es ruido, pero visto desde aquí, desde el escritorio, es música. Música doméstica.

No sé si quitar el letrero de la puerta, porque parece una leyenda encima de un portal, como el Gnothis seauton en el pronaos de Delfos, de este momento. Puedo ir allá y responder a todo, y serlo todo, apagarle a la sopa, y alimentar al gato. Pero no hay prisa, no hay más jefes. Puede abrirse despacio. Y con cuidado. Pero eso sí, sin moderación.

Llegamos a inicio de año, en plena pandemia, pleno brote post invierno, luego de un año de soledad. This is it. La casa silenciosa nos mira. Las mañanas llegan con el silencio, el de las vacas, de los tractores, de las nubes altas campestres. Y allá afuera, ahí, a unos pasos, al fin está el jardín. O la promesa de uno.

EL proceso parece sencillo, pensarlo, desearlo, sentirlo. Sí, pero el terreno está herido por la obra. Un cuervo me grita por la ventana mientras escribo esto y escucho un tango portugués. Toda felicidad produce lágrimas, o cómo dicen? La obra secó una parte del suelo. También lo dejó lleno de cementos, grava, clavos, hierros pequeños que están ahí, persistien, por más que intento limpiar la tierra siguen saliendo. Una cree que las cosas recién nacidas vienen nuevas, limpias, pero no es así.

Un día pensamos que había que poner árboles. Unos cuantos aquí y allá, uno especial, para ella, que crezcan juntos, aunque éste ya es más grande. Lo plantamos rápido. Fue una decisión estrepitosa, como si insertar un nuevo miembro a una persona pudiese decidirse una mañana antes de salir al ajetreo. Este brazo irá allí, en medio del estómago. No.

No lo pensé bien y cuando los jardineros se fueron lloré sin saber por qué. Lloré varias horas. Es sólo un árbol. No. No era solo eso.

Pienso en el jardín como en un espejo del alma. Una pensaría que hay momentos en los que desde fuera parece que se ha llegado a una cima. La maternidad me encontró así, me transforma rápido en otra persona. Parece que con ser madre y tener algunas cosas claras todo está ganado, luego de esa larga espera, odisea de la fertilización in vitro. Pero el jardín es un espejo y yo no había hecho aún jardín. De repente en una tarde me di cuenta de que mi suelo, mi piel, quien soy, se habia secado también con el trabajo de volverme madre. No escribí tanto en el embarazo, fue duro, más que lo normal. Estaba seca. Estoy. Me di cuenta de que no puedo planear mi propio jardín, esperar a que las lluvias lo hagan todo. Así que llegué a la terapia. Con un montón de nudos, capítulos inconclusos, fue una cosa obvia de anhelar sanidad, de reconocerme madre, pero no una que sonríe tanto como podría.

La tierra allá afuera sigue seca pero ya estoy haciendo la composta. Planeo lentamente. Y las cucharadas de miel son, una para ella, una para mi, una para él, otra para el jardín. No sé en qué orden.

Ser madre es actuar un poco. Actuar como si una fuese ya la adulta, es una escena obligada, «soy adulta, hija, porque eres mi hija». Y pareciera que una por ser adulta ya tendría que tenerlo todo figured out. Resuelto, claro. Pero no es así. Tengo una hija, y soy madre, pero de cierta manera también tengo que ser mi propia madre y eso me lo enseñó ella, al mirarme nutrirla, cuidarla, observarla, amarla. Pienso mucho en los paralelos, en mis seis meses, en sus seis meses. En mis primeros pasos, en los suyos, en la cantidad de besos que recibimos, en la salud de quienes nos dieron vida. El corazón de quienes nos dieron vida. Es imposible no preguntarnos, siendo madres, creo, si estamos bien. ¿Estoy bien para dar todo lo que ella necesita?

Hace poco leí en uno de mis viejos diarios un sueño que escribí, la había soñado. En un diario más viejo la había dibujado. Es decir, siempre la deseé. No tenía ninguna idea de lo que era, pero tuve razón al desearlo. De alguna manera, sin saberlo, deseaba una hija y con ella venía un reto gigantesco envuelto en besos y murmullitos, porque tener una hija es tener, mientras cuidamos del jardín propio, que abrirnos al mundo. Así como suena.

Prehistoria

Estamos en la cueva. Soy tu cueva. En la sala hay muchas personas vestidas de azul, me han doblado para ponerme la epidural, apenas si puedo moverme ya, soy una cueva pesada y dura, tengo un mar adentro. Ahí vives tú. Unos cuantos parpadeos despúes apareces, tienes una forma extraña. Yo he perdido ya las palabras hace meses, no sé cómo llamarte aunque ya tienes nombre.

Te sostengo en mis brazos y eres tan diminuta que yo me he vuelto, en ese momento de parpadeos adormecidos, otro ser diminuto que no distingue nada más que tu olor, tus ojos, tu peso. Ya solamente somos carne. Las palabras, descubro en esos primeros días, son nuestro intento humano por tocar lo divino. Porque hijita mía, yo creo que Dios no existe pero si existiera puedo decir que lo conozco porque lo hemos habitado en nuestra burbuja de dos.

Así sin nombres transito los días y te miro absorber el aire y la leche. Yo respiro también y me alimento. Las dos lloramos a la nueva vida. He vuelto a ser un primate, un homínido, qué palabra tan linda, que está dispuesto a morder y gruñir, y arroparte en una cueva nueva. Te huelo para saber si has cagado, y toco tu frente para estar tranquila. Nada me importa del mundo de allá afuera, ya somos solamente nosotras. Tengo que decir que hasta que no temí por tu vida y amé como nunca he amado, supe lo que era ser un chango. Eso soy contigo.

Los humanos que viven del otro lado de esa membrana que nos protege del exterior (tu padre que nos cuida), le llaman al momento que vivimos posparto. Cuarentena, es lo que dicen que requiere una humana chango para reponerse de la llegada de la cría.

Como un huracán que trajo cosas nuevas y se ha llevado otras, la maternidad se deja caer en la cama de repente. De repente hay esa cría olorosa a Dios, los responsables de su creación la miran en total veneración y uno de ellos, ella, está, estoy rota. Rota la panza en dos. Ya no se siente el peso turgente del vientre estriado. Los pechos han comenzado a cambiar, como adquiriendo vida propia.

Esto lo escribí a medio posparto, y lo dejé así porque empezaste a llorar y fui a darte de comer. Así es ser tu fuente de alimento y calor, yo habito un mundo que vive pausa tras pausa, hay poca diferencia entre el día y la noche. La noche le pertenece de especial forma a quien cuida de otr@s. O yo pertenezco a ella, somos lo mismo, una cosa desdibujada y húmeda, algo a lo que le hago un agujero con un dedo para abrir tejido, salir, ya tienes un año y meses, ya salgo de esa crisálida extraña, tan nuestra. Vuelvo a ser una yo.

πPero quién soy, ahora, yo?

La ciudad y las iglesias

Llegamos aquí a una casa blanca a finales de invierno. Esos días el Popocatépetl exalaba en medio de cielos limpios y naranjas, el viento soplaba ruidoso y las paredes estaban llenas de promesas. Era un oasis de calma y otra oportunidad de echar raíces, luz. Pero mi impresión primera no fue esa.

La primera vez que venimos llovía y nos resguardamos en un bosque rodeado de telescopios, en compañía de niños, vino y amigos. La charla era profunda, diversa, los amigos sencillos. Paseamos poco en la zona, me asomé apenas al mundo cercano, por eso la vez que la recorrimos buscando nuestra casa, ya sabiendo que nos mudaríamos aquí todo me pareció extraño y ajeno, raramente lejano, no es que estuviera físicamente lejos de mi origen. Pero era otra gente. Otras las formas.

Recuerdo mi primer visita al mercado, fui en bicicleta una mañana, al día siguiente de llegar con la mudanza. Todo se sentía pequeño, las calles, la banqueta, los puestos de verduras, el lugar para estacionar vehículos. El mercado era, sin embargo, extenso y diverso; flores en la entrada, muchos puestos, especias y olores a carnes, guisos de fondas, quesos, tortillas y sopes cociéndose en comales. Pollos muertos colgando junto a chorizos, verduras de colores y frutas dulces, secas, frescas o en almíbares, ropa, zapatos, telas, canastas y hierbas medicinales junto con veladoras y granos, todo mezclado en un pasillo que se volvía otro pasillo que desembocaba en arcos, o en pasajes bajo techos altos a través de los cuales se filtraba la luz por láminas de policarbonato, o tejas, o ambos.

Recuerdo la sensación de calor sobre las calles adoquinadas, rodeadas de paredes de colores, las palabras «pueblo mágico», me hacían sentir un poco ofuscada, tono tras tono, letreros, produciendo un incesante ruido visual. En los primeros días no reparé en la cantidad descomunal de iglesias. Iglesias azules con atrios frontales, amarillas rodeadas de conventos portentosos, la más importante que se sostiene sobre la pirámide, amarilla chillante, de cara al volcán, -el volcán que todo lo mira y a todos amenaza desde el inicio de los tiempos de los hombres. Iglesias con patios secos, patios con pasto. Colores en cada elemento arquitectónico. Colores en las banderitas de papel picado, en los adornos de plástico colgando entre postes de la luz. Puestos de flores en cada esquina. Bicicletas serpenteandon las calles chiquititas.

Llegué con una actitud que pudo ser mejor. Ahora lo pienso. Mirando todo como auténtico, oriundo, perteneciente. Todo eso que tenía su historia y sus raíces ante lo cual yo era la extraña, y él aún más: extranjero, y juntos: abrumados. Tan arraigadas las familias y sus costumbres, los barrios ordenados por las fiestas patronales, los tiempos marcados por el color de las parcelas, que son muchas y se intercalan como en un ajedrez de campo y pueblo, campo y pueblo, campo y pueblo. Y yo era ciudad. Era ciudad que sabía que su ritmo era imposible. Y que ese ritmo marcaba los ojos con que miraba este nuevo entorno. En las mañanas, antes de que saliera el sol, escuchábamos las campanas despertándonos, el párroco anunciando las bodas, la venta parroquial, un velorio, y luego olvidando ( o recordando) la impermanencia de la vida, invitaba con música de salsa a la fiesta patronal. Z y yo nos arremolinabamos en la cama sin querer salir al pequeño mundo, que era como una especie de cuadro de México petrificado en el tiempo. Queríamos paz, queríamos escala humana, pero no abrazamos con la misma alegría el pequeño salto en el tiempo hacia el pasado.

Los museos cercanos parecían erigirse orgullosos y veloces, precoces, como recordando un pasado rico en medio de concreto barato y acabados pretenciosos de nuevos ricos. Las edificaciones de adobe que conforman las antiguas casas y los arcos, los mercados, todo eso que compone el centro histórico se van volviendo casas casi prefabricadas de block y estilo minimalista adornado. Las fachadas de los nuevos pobladores parecen querer contar la historia de sus compras, un poco de mármol, un poco de cantera, una mezcla de azulejo, otro poco de eme de efe. Sobre fondos blancos, sobre pisos falsos, bajo techos que ya no son de madera y sobre pisos que no tienen ya, la necesidad de ser de barro. Dos ruidos distintos, pero con un alma en común secreta, la traición a la patria, afincada en sus formas. No pude conectar con el cemento, ni con las mezclas arenosas de las pirámides. Menos con el tinte de cal roído en las paredes de las viejas iglesias. Conforme pasaron los meses me replegué al quehacer del estudio vacío y el alma vacía y por las tardes, después de horas de búsqueda y preguntas, desesperada y a veces refugiada en el vino, descansaba del cuadro en proceso, o del tiradero de lienzos, papeles y pinturas y me asomaba desde la terraza a la calle.

Lo hacía más al inicio, en carnavales, asomarme a ver la procesión, la comparsa, que se anunciaba con cuetes e instrumentos de viento desde varias cuadras atrás. Cada iglesia organiza su cuadra, lanza colores a deambular festivos a las calles. Las escuelas participan también del convite. Escuelas, iglesias, fiestas. Todo revuelto. Dicen que los trajes de los huehues son interesantes. Dicen de hecho que todo esto es interesante sin embargo, me ha costado poner los pies en esta tierra.

La enfermedad no ayuda, la superada infertilidad, y la sorpresa de que existen más barreras de las que yo pensaba entre las personas. Pero muy lentamente, realmente más lento de lo que yo esperaba incluso que sucediera esta lentitud deseada, fuimos hallando ecos, amigos, aliados extraños.

Las amistades se organizan como las verduras cuando flotan en el caldo de pollo hirviendo. Uno tira la papa, el chayote, la zanahoria juntos pero al hervir estos se agrupan por equipos. Aquí es igual. Intentamos mezclarnos, asistimos a alguna feria de la zona, al mole de un santo, al mercado de trueque, allí Cholula era la real, el festejo solemne o informal, hablamos de lo más general, lo menos polémico.

Pero poco a poco saltaban las cosas, como aceite caliente. Una niña sirviendo la comida a la hora del colegio. Por qué no va a la escuela? Otra niña que no sabía leer, sin apoyo alguno, niñas embarazadas, mujeres golpeadas. La cabeza se me llena de preguntas cuando observo las cosas sencillas de esta zona de México.

Las estaciones avanzan, los campos cambian su cosecha, en primavera se ve los campos mudar, quienes trabajan se apuran a alistar todo. En verano ya es tiempo de chiles en nogada, en lo que va del año los campos de flores han alimentado el fervor de los cientos de altares que dominan la tierra. Mujeres ancianas con la espada encorvada con la cosecha de sus parcelas a cuestas, enormes sacos llenos de durazno, manzana, aguacate criollo, flor de calabaza, se persinan en frente de las puertas de iglesia, de las imágenes en las esquinas de las calles, apenas pueden enderezar un poco el cuello unos segundos y vuelven a su postura de años, se agachan, retoman el andar, entregado ya el tributo de obediencia y aceptación sumisa, su día extenuante sigue sin pausa.

Continuará…